Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda, nº 18
marzo de 2021 - agosto de 2021.
ISSN: 2313-9749 | ISSN en línea: 2683-9601
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

Los (presuntos) “sartreanos argentinos”. Algunas memorias impresionistas.


Eduardo Grüner

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Cita recomendada: Grüner, E. (2021). Los (presuntos) “sartreanos argentinos” Algunas memorias impresionistas. Archivos De Historia Del Movimiento Obrero Y La Izquierda, (18), 79-104. https://doi.org/10.46688/ahmoi.n18.309

Resumen: El artículo presenta un panorama de las lecturas, relecturas y reinterpretaciones de la obra de Jean-Paul Sartre en la Argentina, en las décadas del 60 y 70, enfocándose particularmente en las implicancias políticas de su obra leída desde un país periférico. Tras un primer momento de acercamiento a Sartre por los miembros de la revista Contorno, los años 60 observan la confluencia y superposición de ideas sartreanas con el primer estructuralismo.

Palabras clave: Sartre – marxismo – Contorno – estructuralismo

The (alleged) “Argentine Sartreans”. Some impressionist memoirs

Abstract: The article presents an overview of the readings, re-readings and reinterpretations of Jean-Paul Sartre’s work in Argentina in the 1960s and 1970s, focusing particularly on the political implications of his work read from a peripheral country. After a first moment of approach to Sartre by the members of the magazine Contorno, the 60s observe the confluence and superposition of Sartrean ideas with the first structuralism.

Keywords: Sartre – marxism – Contorno – structuralism

Recepción: 8 de junio de 2020

Aceptación: 12 de diciembre de 2021

Entre fines de la década del 50 y principios de la del 70, el campo intelectual argentino vivió lo que podríamos llamar un intenso “quincenio” sartreano. Yo (o “nosotros”, “el que esto escribe”, “el autor de estas líneas”), por fatalidad biológica, solo tuve oportunidad de vivirlo desde mediados de los 60. De modo de que, de lo que sigue, no puede esperarse más que esas memorias impresionistas del subtítulo, entremezcladas –o entrecortadas– con recuerdos fragmentarios (algunos de ellos, probablemente, “encubridores”), conversaciones un tanto etílicas con coetáneos, y, por supuesto, lecturas –y escrituras– posteriores. Y, claro está ¿para qué negarlo?, una cuota decisiva de amor por la figura –la lectura, la escritura– de Sartre.

* * *

1. Empecemos pues por aquí, por nosotros: hablemos de “los sartreanos argentinos”. Pero, preguntemos a guisa de modesta provocación, ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? Quiero decir: ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? O bien: ¿hubo alguna vez sartreanos argentinos? Una pregunta deliberadamente cáustica que remeda la igualmente sardónica pregunta que hacía el título de un otrora célebre publicista español (¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?), es un pretexto tan bueno como cualquiera para intentar el abordaje de la cuestión que se abre bajo el interrogante de arriba, y para abordarla, si puedo, desde otro lugar.

“Otro” –palabra sartreana si las hay, antes de ser lacaniana, y muchísimo antes de ser de los estudios culturales / postcoloniales–, entendiendo por eso una “otredad” respecto de lo mucho que se ha dicho sobre la cuestión de la influencia de Sartre en la intelectualidad argentina (“de Sartre”, hay que subrayar: se impone distinguir entre sufrir profundamente la influencia de Sartre y ser “sartreano”, “sartrista”, “sartrólogo”, etcétera). Y no porque aspiremos, va de suyo, a originalidad alguna. Simplemente porque no queremos dar por descontada esa existencia antes de preguntarnos qué significa –que significó– realmente.

Partamos de una premisa –por ahora, necesariamente dogmática–: la influencia de un pensador como Sartre (con la dificultad adicional de que no se trata de un pensador “puro”, sino, además, de un narrador / dramaturgo / ensayista / guionista, etcétera, cuya escritura no se desprendió nunca de su vocación activamente política ) no puede buscarse en un solo lugar: no son solamente las ideas –más o menos felizmente “adaptadas”–, no es solamente el estilo –más o menos eficazmente imitado–, no es solamente el “compromiso” político –nuestros intelectuales no tuvieron necesidad de esperarlo a él para adoptarlo en buenas o malas causas–, no es solamente un modo de vida, una gestualidad, una moda vestimentaria, un estado de ánimo relativamente impostado –todo eso que se llamó, equívocamente, “existencialismo”, podía haber existido sin ese nombre, o con otro nombre–, y que por otra parte el propio Sartre nunca practicó: puede vérselo en las fotos: habitualmente usaba traje y corbata, hablaba circunspectamente desde su cátedra con escritorio y micrófono (está, sí, la célebre foto que lo muestra arengando a los obreros con un megáfono a las puertas de la fábrica Renault, su cuerpo enjuto haciendo difícil equilibrio sobre un barril; pero eso fue en los 70, mucho después de que se disolviera la “moda” existencialista), jamás, que se sepa, un fotógrafo lo sorprendió en una cave escuchando a Juliette Greco, aunque –dato simpático– escribió letras para ella. Como dijo, en su momento, Merleau-Ponty (2000, pg. 79): “Para aquellos que conocen a Sartre, su destino literario ofrece, a primera vista, un misterio: no existe hombre menos provocador, y, sin embargo, como autor, causa escándalo”. Afirmación notable, dicho sea entre paréntesis, que distingue al sujeto de los efectos de sus enunciados.

No es solamente todo eso, entonces, aunque es también todo eso, es el total de todo eso, es el todo que es más (y a veces menos) que la suma de todas esas partes. Es una articulación que da otra cosa, aunque no deje de tener todo eso. Y que, aun cuando se lograra, todavía dejaría sin responder –porque quizá no haya una respuesta– qué significa
–que significó– ser un sartreano argentino. ¿Qué ideas, qué estilo, qué gestualidades pueden dotar de auténtica argentinidad –pongamos que existiera tal entelequia– a algo vagamente definible como “sartrismo”? ¿Basta transitar por los bares de Viamonte y Florida (en la primera mitad de los 60, cuando estaba allí la Facultad de Filosofía y Letras) o de Montevideo y Corrientes (a fines de los 60 o principios de los 70), cuidadosamente desgreñado/a, vestido/a de negro, portando Seres y Nadas o San Genettes bajo la axila, procurando “levantes” displicentemente y como a desgano, fumando negros sin filtro, compitiendo por la cantidad de whiskies que se estuviera en condiciones de absorber –competencia para “niños ricos con tristeza” capaces de pagárselos, pero en la cual no era mal visto el cambio a la más módica ginebra–, hablando del suicidio como única cuestión filosófica importante (cuestión camusiana, pero no, decididamente, sartreana), desesperando de la política (puesto que no se podía dejar de tener posición ante ella)? ¿Basta, decimos, cambiar esas esquinas por las del Boulevard St. Germain, el bar La Paz por el Café de Flore, Filo y Letras por la Sorbonne, y así? (Al que crea que esto es nada más que una cruel caricatura, que lo piense de nuevo: es cruel, y es caricatura, claro: pero tiernamente asumida, como corresponde al que las ha vivido; y es algo más que caricatura, es la verdad de la mala fe –en el específico sentido sartreano– de los que podíamos realmente creer –la época y el habitus lo toleraban, y aún lo exigían– que un verso tanguero como “la vida es una herida absurda” fuera una oscuramente luminosa réplica de la filo-literatura “sartreana”: algo así como una homología estructural –esa palabreja la aprenderíamos bastante después– de “el hombre es una pasión inútil”).1

Como sea: cuesta pensar –ahora– que la única transformación argentina del sartrismo fuera, más allá de gestos y vestimentas, la distinta localización geográfico-urbana de los mismos “contenidos” de la obra del maestro. O una inflexión un poco canallesca del lenguaje –oral y escrito– que tropezara a cada palabra con la traducción de cierto argot de Roquentin (el protagonista de La náusea) en la provincia francesa. O una “liberalidad” sexual –nunca auténtico libertinaje, superado en la misma Francia desde fines del siglo XVIII y el fin de la aristocracia clásica– que difícilmente alcanzara en serio a la mística de la “pareja abierta” –de la que todos queríamos participar, cómo no, siempre que la decisión de la “apertura” corriera por cuenta de otro/a–. Y aún eso, pasando por encima de la rara y bastante auténtica fidelidad –no importa cuántos/as amantes “laterales” contabilizaran entre libro y libro, entre viaje y viaje– que mantuvieron Sartre y la Beauvoir. (Entre paréntesis: en esos tiempos políticamente pre-correctos, quizá lo más “argentino” que hubiera en todo esto –como reflejo del mito tanguero de la mala mujer, que no dejaba de ser compartido por el de la femme fatale hollywoodense– era cierto sordo, larvado rencor hacia la Beauvoir, también anticipación del que se le tendría más tarde a la Kodama o a Yoko Ono: qué raro que nunca supiéramos nada, a ciencia cierta, de las mujeres de Merleau-Ponty, de Camus, de Nizan; ¿será que ellas –que supiéramos– no escribían?)

Pero, si no era todo eso, ¿entonces qué? O, mejor: ¿por dónde buscar criterios para identificar un sartrismo argentino que al menos nos permitiera (narcissisme oblige) imaginar algo menos trivial que aquellas muecas callejeras y noctámbulas (dicho sea lo último sin autoflagelación ni arrepentimiento: Dios sabe que la pasamos bien antes de la edad de la razón, ¿aunque pretendiéramos llevar la muerte en el alma y exponer nuestra propia náusea?). Hay que levantar una segunda premisa –de nuevo: dogmáticamente–: si hasta mediados de la década del 60 ese “sartrismo” era, en el mejor de los casos, un clima, un ambiente, una actitud, cuanto más un esforzado estilo literario, y todo ello por así decir “transnacionalizado”, el golpe de 1966 y sus consecuencias –estamos hablando de una escenografía universitaria o para-universitaria, se entiende– fue un sacudón que contribuyó a argentinizar (involuntariamente, desde ya) el sartrismo.

Me explico lo mejor que pueda: cuando la política nos caía encima de la cabeza, y vestida de uniforme, ya no se podía coquetamente desesperar de ella: había que elegir, estábamos condenados súbitamente a la libertad, teníamos que decidir qué hacer con lo que la historia había hecho de nosotros –todas esas consignas sartreanas las conocíamos de antes y de memoria, ni qué hablar: pero muchos, aunque sólo fuera por un fatalismo generacional, empezamos a sentirlas en el cuerpo por primera vez en esos tiempos–.

No es, no –sería de radical mala fe pretender lo contrario–, que de la noche a la mañana cambiara la lógica: el clima, el ambiente, la actitud, el estilo literario, incluso los gestos y la vestimenta seguían allí (con una inercia casi mineral, hubiera dicho el maestro). Pero un cierto deslizamiento en la acentuación de la bibliografía sartreana, y en las trasnoches cinematográficas del Lorraine que solían preceder o postceder a la lectura en el bar, marcaban una “nacionalización” –o, al menos, una “tercermundización”– subterránea que no siempre era del todo consciente: de El ser y la nada al prólogo de Los condenados de la Tierra en el bar, de El séptimo sello a La batalla de Argel en el cine, no se trataba solamente de un cambio de la metafísica y la ontología por la política y la historia, ni tampoco solamente de que los segundos términos de esas duplas fueran (o creyéramos que eran, al menos) más “fáciles” de leer, o de ver; también era una territorialización mayor –o más cercana– lo que percibíamos como algo de más plausible “traducibilidad”.

Sartre y Pontecorvo (en la película de Gillo Pontecorvo, se recordará, está Sartre, por lo menos en boca del coronel Mathieu, que pregunta ingenuamente: “¿Por qué será que los Sartre están siempre en la vereda de enfrente?”, sin advertir que su pregunta es una definición tautológica: ser Sartre es estar en la vereda de enfrente) no hablaban de la Argentina, por supuesto. Ni siquiera de Latinoamérica. En todo caso, de un Tercer Mundo –así se llamaba desde la reunión de Bandung, pero sólo en los 60 esa denominación se había hecho “de izquierda”– que estaba mucho más alejado de nuestras referencias culturales que St. Germain des Près (y también disponían, algunos, del recurso a las homofonías sugerentes: “Argelia” era sonoramente próximo a “Argentina”, y siempre había alguna tía del barrio que decía “Viedma” por “Vietnam”). Y ese era, me parece, el paradójico secreto. No era exotismo de gauche divine, sino algo más complicado: era por un desvío –metonímico, quizás alegórico– africano (o asiático: estábamos, en efecto, en plena guerra de Vietnam) que podíamos alivianar los excesos europeizantes (porque a la cultura europea, que era también la de Marx o Freud, no estábamos dispuestos a renunciar, aunque sí –se verá enseguida– a pensarla desde acá).

La forma sartreana de “argentinizar” al propio Sartre –que nada sabía de nuestros desvelos, se descuenta– era, pues, mediante la crítica feroz que Sartre le hacía a la cultura europea (al rapiñaje colonial, al genocidio disfrazado de Civilización, al strip-tease que desnudaba la “base material” del sujeto cartesiano, de la gnoseología trascendental kantiana, de la dialéctica hegeliana pero también de la “marxista” vulgar) desde adentro. Es decir: desde el mismo lugar en que nos sentíamos nosotros, ya que no podíamos dejar de pensarnos, borgianamente, “europeos en el exilio”. O sea: podíamos, ahora, ser más sartreanos que Sartre: con sus mismos argumentos, sentirnos con más derecho que él a usarlos, puesto que él era un europeo-europeo, nosotros europeos-no europeos.

¿Mala fe, una vez más? Sin duda. Pero, téngase en cuenta: era un problema radicalmente argentino (o, quizá, del Río de la Plata): ninguna otra sociedad latinoamericana tenía –o tiene, aunque bastante hecha jirones– esa ambivalencia trágica, por irresoluble. Casi todas las otras contaban –cuentan– con una densidad arqueológica, o con una diversidad étnica, o al menos con una vocación continental, que las pampas vaciadas por Roca y otros (y, confesemos, la fascinación desgarrada que ejercía la afrancesada oligarcult de las Victorias del Sur que –confesemos también– nos había hecho accesible a los malditos Benjamin, Bataille o Caillois al tiempo que nos aburría con Tagore y Waldo Frank) habían tenido que sustituir con espiritualizaciones menos densas, menos diversas, menos vocacionales.

Pero no nos desviemos. La “nacionalización híbrida” de Sartre tuvo, asimismo, digamos, efecto retroactivo. Para empezar, sobre el propio Sartre; o, por lo menos, sobre nuestra manera de leerlo, de “comprenderlo”: los enunciados de un oscuro nihilismo del tipo “el infierno son los otros”, o las tribulaciones de una solipsista “conciencia desdichada” atrapada en aquella mirada ajena que nos capturaba por la espalda en el famoso ejemplo del ojo de la cerradura en El ser y la nada (1961, II, pp. 53-128), todos esos conceptos de repente se –como se dice ahora– resignificaron y politizaron: los “otros” dejaron de ser una abstracción metafísica para transformarse en los opresores coloniales, las clases dominantes, o, más genéricamente, los “canallas”, los salopards que le expropiaban su Ser a los explotados y oprimidos.

La filosofía sartreana, ¿ganaba o perdía con esta lectura? ¿Se hacía más o menos compleja, se le agregaban o se le restaban temas, inflexiones, sutilezas? La pregunta se nos aparecía ociosa: se trataba, otra vez, de una cuestión de acentos, de “posiciones de lectura”. ¿O no habíamos aprendido del propio maestro (luchando arduamente contra nuestra catastrófica traducción de La crítica de la razón dialéctica –Sartre, 1964–)2 que no era posible ningún proceso de totalización que no partiera de una lectura en situación? ¿Que la única manera de quebrar la serialidad de “cola de colectivo”, que era la marca de la alienación burguesa, era por vía de un rescate del universal-singular (Sartre había tomado esa categoría en préstamo de Kierkegaard) que devolviera toda su concretud a cada praxis particular arremetiendo contra lo práctico-inerte de lo que aparecía como la Totalidad “natural”? ¿Que el propio “marxismo vulgar”, en su versión de diamat soviético, formaba parte de ese práctico-inerte que obstaculizaba toda esperanza de renovación teórico-política? Era completamente legítimo, pues, era incontestablemente sartreano, que la particular crisis política de nuestra situación nos empujara a “retraducir” a Sartre para nuestros intereses histórico-inmediatos.

* * *

2. Pero el efecto retroactivo no se detuvo allí: también afectó a nuestra propia, sí, situación generacional. Primero sospechamos, después descubrimos, o inventamos, que por supuesto –puesto que Sartre había sido traducido al castellano bastante pioneramente en la Argentina – de ninguna manera éramos los primeros sartreanos criollos. No me refiero a que otros (Astrada o Carpio o Raurich o Ansgar Klein, pongamos) lo habían leído antes: eso lo sabíamos. Pero eso era –incluso en el caso de Astrada, aunque después cambió– la Academia. Eso era la Ley. Lo que se buscaba, en cambio, era los antecedentes de la Transgresión (la Ley no puede tener “efecto retroactivo”, la transgresión sí), de aquello que en los círculos informados ya se conocía –alguna información psicoanalítica circulaba desde antes– como el Parricidio.

Y, por supuesto, allí estaba, como esperando que la descubriéramos “post-mortem”, Contorno.3 Entendámonos: sus ex miembros andaban, con alguna distancia generacional, entre nosotros. Los leíamos, ocasionalmente hablábamos con (o nos hablaba) alguno de ellos, éramos –o habíamos sido– sus alumnos. Alrededor de algunos de ellos ya había discretos mitos, leyendas, y hasta algunas informaciones auténticas. Pero el efecto retroactivo de la nacionalización sartreana (o de Sartre) los aglutinó súbitamente ante nuestra mirada, los condensó imaginariamente como emblema de la generación “argensartrista”. Los Parricidas, que habían matado a, posiblemente, Martínez Estrada o Murena (de los cuales no se nos ocurría que pudieran ser alcanzados por el efecto retroactivo: nuestra información psicoanalítica no era tan acabada como para permitirnos especular sobre la inconsciente transmisión de un Sartre acriollado que –sin saberlo: no nos constaba que lo hubieran leído– pudieran haber operado esos “padres”, y de cómo matarlos era una manera de hacer funcionar en los contornistas también ese nombre paterno), esos parricidas emergían, por aquel efecto retroactivo, como los sartreanos argentinos: los que, pateando el tablero de la cultura oficial (incluida la propia revista Sur por la que algunos de ellos habían transitado), habían optado, más de una década antes que nosotros, por ponerse en situación. Ninguno de ellos era individualmente “el Sartre argentino”, claro, pero ¿qué nos impedía pensar a Contorno como la Temps Modernes local?4

Que hoy esto suene a un despropósito –incluso, seamos francos, a una suerte de colonialismo mental de izquierda– no disminuye la paradoja de que fuera ese “colonialismo”, permítaseme repetirlo, el que nos nacionalizó a Sartre.

Habrá que volver enseguida sobre esa particular situación (aunque el sufrido lector ya puede tener una pista si hace bien las cuentas: estábamos en la segunda mitad de los 60, Contorno y “más de una década antes” da un período entre el fin del peronismo y la así llamada “libertadora”, la resistencia peronista, y en seguida el ambiguo frondizismo inicial, al cual varios de los contornistas apoyaron críticamente, con mayor o menor compromiso directo). Digamos por ahora: el entusiasmo por el descubrimiento de aquel “efecto retroactivo” probablemente nos hizo imaginar a Contorno como una abusiva “totalidad”, un tanto abstracta, de esas que el maestro hubiera criticado duramente. Los sartreanos argentinos terminaban así convirtiéndose en un catch-all party (un “partido atrapatodo”, como dicen ahora los politólogos con su horrible jerga): en, efectivamente, un contorno de perímetro incierto cuyas singularidades internas quedaban difuminadas por la etiqueta genérica. Paradójicamente, borrábamos con el codo lo que creíamos haber escrito con la mano: si lo que nos entusiasmaba de esos “parricidas” era que habían encontrado una manera personal, intransferible, de situarse en la cultura argentina, al hacerlos indiscriminadamente sartreanos los privábamos, justamente, de su singularidad, los colocábamos en una suerte de “serie” que les adjudicábamos desde afuera, y en el nombre de aquel que nos había enseñado a luchar contra la “serialidad”.

En otra vuelta de la espiral viquiana, se nos presentaba –aunque bien poca percepción teníamos de ello– el mismo dilema con el cual empezamos más arriba: ¿Cuál era, exactamente, el “sartrismo” de los contornistas? El estilo al mismo tiempo querellante y consistente que admirábamos hasta el plagio en David Viñas le debe más a un replanteo de la provocativa tradición ensayística argentina (empezando por el mismísimo Sarmiento) que a la escritura de Sartre, salvo tal vez –de una manera más bien anecdótica– por el uso cortante de los signos de puntuación, esa verdadera marca de fábrica de Sartre. No obstante, en Literatura argentina y realidad política de 1964 –ese libro de Viñas que nos tiró de espaldas, y del que sospechamos, con razón, que iba a marcar un antes y un después en la crítica literaria nacional– había mucho “sartrismo”, intencional o no, al punto de que pudimos tomarlo como “nuestro” Qué es la Literatura.

Por otra parte, cierta iracundia trágica y desbordada –pero rigurosamente argumentada– que le envidiábamos a León Rozitchner, así como el fondo último de sus ideas, provenía mucho antes (y mucho más) de la fenomenología de ese Otro por excelencia de Sartre que era Merleau-Ponty (para no mencionar el papel después determinante, en esas ideas, de Freud, con el cual Sartre nunca se entendió bien, pese al amoroso guión cinematográfico que le dedicó). De Ramón Alcalde, que escribía comparativamente muy poco (una vez le dijo al autor de estas líneas: “hay quien no puede vivir sin escribir: yo no puedo vivir sin leer”), nos dejaba sin aliento la articulación asombrosa entre una erudición clásica que en la Argentina ha tenido demasiado pocos cultores públicos, y una retórica de polemista nato, de una ironía que podía ser cruel y al mismo tiempo infinitamente sutil, articulación que no era la de un Sartre cuya referencia a los clásicos griegos y latinos era –más allá de Las moscas y Las troyanas– más bien episódica.

De Noé Jitrik nos azoraba su capacidad inaudita para barrer un asombrosamente amplio campo de la cultura y la literatura (no solamente) hispanoamericanas, allí donde Sartre –pese a su facilidad para incursionar en prácticamente todos los géneros, como el propio Jitrik– era muchísimo más concentrado en sus obsesiones. Oscar Masotta, el más joven, que en ese entonces todavía no había publicado mucho, ni había derivado a un lacanismo entonces inexistente (puesto que lo introdujo más tarde el propio Masotta) era el que había logrado “imitar” con eficacia propia al maestro, reescribiendo el San Genet en clave arltiana. En efecto, nos deslumbró con dos textos breves (Sexo y Traición en Roberto Arlt y Roberto Arlt, yo mismo) que él mismo asumía como una “traducción” del San Genet en clave porteña, sin dejar de decir que había que pensar como Sartre, pero escribir como Merleau-Ponty (1967). Adelaida Gigli incursionaba en honduras dramáticas que en aquel momento no supimos apreciar del todo, pero de cualquier modo nada tenía que ver con Sartre. Adolfo Prieto era, junto con Alcalde –aunque con una escritura mucho más contenida–, el más rigurosamente académico –en el mejor sentido del término–, pero sus inquietudes no eran estrictamente “sartreanas”.

El estilo más cercano, en todo caso, por lo menos en sus ensayos, era el de Carlos Correas, que también aparecía rodeado por cierto “malditismo” más o menos marginal –que, ya lo dijimos, poco y nada tenía que ver con la vida, pública o privada, del propio Sartre–. A Juan José Sebreli ya hacía rato que lo habíamos perdido, o extraviado, en las alienaciones de la vida cotidiana tanto porteña como marplatense. Pero, permítaseme insistir, de todas maneras, había en los (ex) contornistas un “espíritu sartreano” –más allá de los estilos y los temas– que ya había estado presente en la revista (discontinuada en 1959), y que se prolongaría después con la incorporación de nuevos “reclutas”: véase, por ejemplo, el artículo de un joven Eliseo Verón (firmado como “Ernesto”, no sabemos si por voluntad propia o por error tipográfico) en Centro, la revista del centro de estudiantes de Filosofía y Letras, meses después del cierre de Contorno.5 Y es interesante constatar, de paso, el pasaje muy poco traumático (al revés de lo que sucedió con la intelligentsia parisina) que hicieron entre nosotros algunos conspicuos sartreanos hacia el “estructuralismo” (psicoanalítico en el caso de Masotta, semiótico en el de Verón).

Todo esto, repitámoslo, era quizá puro Imaginario –sin desmedro, dicho sea de paso, de la importancia de los “imaginarios” para la conformación de estilísticas, de dramaturgias, generacionales–. Lo que no lo era tanto era la inquietud que (a algunos, los más problematizados por innatas y genealógicas herencias “gorilas”) nos provocaba la actitud ¿cómo llamarla? “ambivalente”, o “reflexivo-crítica” –los más audaces decían “dialéctica”– de los contornistas ante el peronismo –y luego, por metonimia política, ante el frondizismo–. Finalmente, allí se jugaba, amén de una posición estrictamente política-inmediata en la / con la que todos nos debatíamos, la cuestión de una, ejem, filosofía social “argentina”. La defensa sartreana de los “condenados de la tierra” –de una marginalidad descastada que iba desde los campesinos argelinos, pasando por los poetas de la “negritud” antologados por Senghor y Césaire, hasta la figura provocativa del “delincuente perverso” Genet– parecía permitirnos, otra vez, “entender” el peronismo (no hacernos peronistas, salvo para el que ya lo fuera de antes, algo no muy fácil de encontrar en esa época en los círculos de la izquierda intelectual), entender incluso, y hasta simpatizar un poco con, esa suerte de picaresca un poco “canalla” (como creo recordar que la llamó alguna vez Guillermo Saccomanno), tan ajena a la mala fe de las buenas conciencias “progres” y “pequebús” –que también era, desde ya, la nuestra–; entenderlo, digo, mediante la coartada de reinterpretar en traducción local a un autor europeo.

Tuvimos que inventarnos, pues, forzando a Sartre, una cuerda floja entre el no-peronismo y el anti-“gorilismo”, siempre mirando hacia la izquierda francesa. Para mayor autojustificación, todavía se hablaba de la resistencia peronista (no llegábamos a la impudicia de decir résistance peroniste, pero…). Pensada retroactivamente, esa trasposición no dejaba de apuntar a una cierta verdad, aunque quizá un tanto metafórica. Tomemos a Goetz, el protagonista de una de las obras de teatro más logradas de Sartre (1951), El Diablo y el Buen Dios; como Perón –y somos conscientes de las antipatías que despertaremos con esta comparación, pero no es con timideces que podremos hablar de lo que hablamos– es, o pretende ser, un “buen Amo”: más allá de los múltiples cálculos políticos que con justeza se le puedan atribuir, quiere hacer el Bien para “los condenados de la Tierra”. El problema es que no concibe el Bien sino llegando desde arriba, como concesión del líder, del Estado, lo que sea, y no como conquista colectiva y militante de los de “abajo” –y ya sabemos a qué tragedias conducirá esta concepción en 1974, pero todavía no estamos ahí–. Ese reproche que cierta izquierda (hablamos de la no directamente “gorila”) siempre le hizo es ampliamente justificado. Sin embargo, esa cierta izquierda a veces pecó, paradójicamente, de antidialéctica: las necesidades, las demandas, los deseos, aunque la promesa de su satisfacción sólo pudiera llegar “caída del cielo”, eran reales. Los campesinos de Sartre, finalmente, se oponen a Goetz (no ocurrió exactamente así con Perón, pero permítaseme continuar con el argumento central), pero no a las posibilidades de redención que “Goetz” significa, y por cuya recuperación, si Goetz no está, vale la pena seguir luchando.

Eso fue, entre otras cosas, nuestro “mito” de la resistencia peronista: el de un movimiento “obrero y popular” cuasi espontáneo, combatiente “desde abajo”, horizontal, auténticamente plebeyo, capaz de autoorganizarse y actuar colectivamente sin el líder, aunque él fuera el constante horizonte de referencia.

Eso podía entenderse en términos del pasaje de lo práctico-inerte al grupo-en-fusión de la Crítica sartreana; pero al mismo tiempo, el pasaje aparecía constitutivamente hipotecado –y por lo tanto nunca plenamente realizable, y más aún, expuesto al peligro casi seguro de recaer en la serialidad– por la relación vertical al líder. Y más aún por un pragmatismo que no siempre distinguía entre el Bien y el Mal –para nosotros, aún en lenguaje político, esas palabras se escribían con mayúsculas–: Sartre le hace decir a Goetz una frase magnífica referida a esta cuestión: “El Bien ya está hecho. Lo ha hecho Dios Padre. Yo, improviso” (Sartre, 1951, pg. 47). En tales condiciones no podíamos ser “peronistas”: aun cuando, aparte de Sartre, el Freud de La psicología de las masas (al menos, tal como lo entendíamos) nos explicaba la inevitabilidad de la identificación con el padre-jefe, desde lo que también entendíamos como una consecuente posición de izquierda no estábamos dispuestos a resignar la autonomía de “la clase obrera y el pueblo”, etcétera. Y no sólo autonomía respecto del líder, sino de una política cuyo trasfondo, resistencia o no, seguía siendo la de por lo menos una buscada conciliación con una “burguesía nacional” cuya existencia real veíamos (y vemos) ilusoria. Esa nueva tensión entre “verticalismo” y “horizontalidad” venía a superponerse a la de no-peronismo / antigorilismo. No parecía (como sigue sin parecer hoy) que esas tensiones tuvieran resolución posible: teníamos que vivir con ellas, “desgarrados” (palabra bien de la jerga existencialista); y los “sartreano-contornistas” se nos aparecían como los que habían decidido hacerse cargo de ese conflicto “político-existencial”, de esa situación, sin renunciar a la izquierda, sin hacerse peronistas pero asumiendo el riesgo de equivocarse con “las masas” –que, ciertamente, estaban ocupadas en otras cosas bien ajenas a nuestros “desgarramientos”–.

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3. Varios de los referentes contornianos –los Viñas, Alcalde, Rozitchner, no recuerdo si Jitrik–, otra vez con mayor o menor “compromiso”, y ya superado el pequeño trauma frondiziano, se habían implicado –o complicado– en el Movimiento de Liberación Nacional, el MLN6 (nombre probablemente evocativo del FLN argelino, pero cuyo sobrenombre, el “Malena”, ya daba cuenta de una inflexión nacional-tanguera en su “sartrismo”), eludiendo por izquierda –resistiremos la tentación de decir “contorneando”– al peronismo propiamente dicho, tanto como al nacional-trotskismo del Colorado Ramos, que, en algún párrafo bastante desconsiderado de su por otra parte regocijante Historia de la Nación Latinoamericana (Ramos, 1965), había menospreciado al maestro, burlándose de que su mayor compromiso con la Resistencia había sido llevar un atado de panfletos en su bicicleta: ¡habráse visto el atrevimiento del “Colorado”! (digamos, en relativa disculpa de Ramos, que por entonces no se sabía que en 1945 De Gaulle pretendió condecorar a Sartre nada menos que con la Croix de Guerre, justamente por su actuación en la Resistencia, que había sido algo más que un paseo en bici, y ello sin mencionar que, de todos modos, llevar panfletos de la resistencia bajo la ocupación nazi no era precisamente un paseo por el campo: si bien nunca fue un combatiente armado, Sartre, entre otras cosas, y ya junto a Merleau-Ponty, fundó el primer grupo organizado de la Resistencia antes de los maquis, bautizado Socialismo y Libertad; de más está decir que el antigaullista Sartre rechazó la susodicha Croix, como hizo con todos los honores oficiales que se le ofrecieron, incluido, como es archiconocido, el Premio Nóbel). O sea: los contorno-malenistas habían logrado, parecía, fusionar la militancia política con la filosofía o la literatura engagés, “nacionalizando” –vale decir, argelinizando, como correspondía al “izquierdolema” tercermundano del momento– un marxismo pampeano que –para nosotros, los “imitadores”– no quería renunciar del todo al pernod en el Deux Magots.

Nada de esto, reiterémonos, debe tomarse como peyoración. Al contrario: era, para abusar de una vulgata, una “bocanada de aire fresco” en la articulación de “intelectualidad” con “izquierda”. Hay que pensar en qué andaba el PC por aquellos días –aparte, se sobreentiende, de arrastrar el pesado bulto histórico de la Unión Democrática–: una mezcla del más deleznable estalinismo (todavía estaba vivo, como número Uno del PC argentino, el komissar Vittorio Codovilla, asesino de esforzados poumistas y anarquistas en la guerra civil española) con un “reformismo etapista” muy poco excitante, más una historiografía desopilantemente mixturada entre la Academia de Ciencias de la URSS y el mitrismo portuario-liberal, todo ello servido sin aderezo alguno de interés teórico ni estilístico (habría que hacer algunas excepciones módicas y parciales, claro, como la del introductor de Gramsci en Argentina, Héctor P. Agosti, pero que no alteran el mediocre cuadro general). Además, qué demonios, “ellos” habían matado a Trotsky –fuéramos o no “troskos”, percibíamos allí a un diferente, aunque a Sartre no pareciera caerle muy simpático (a Merleau-Ponty más: de hecho, sus discípulos “por zurda” Castoriadis y Lefort ya en 1948 habían inventado el grupo para-trosko Socialisme ou Barbarie –después también ellos cambiaron, para diferentes lados; pero esa es otra historia–).

Al lado de ese PC servilmente “rusificado”, antinacional, “reformista” y teórico-políticamente tedioso y dogmático hasta la asfixia, el Malena –o, en todo caso, Contorno– nos parecía el colmo de la combinación entre sofisticación filosófico-literaria y compromiso simultáneo con (alguna forma de) la lucha de clases, la “cuestión nacional” y la ofensiva descolonizadora. Era lo más parecido que teníamos a las posiciones del propio Sartre, al cual ya le habíamos perdonado –un poco apresuradamente, tal vez: el “error” fue muy grande, pero no nos sentíamos autorizados a juzgarlo– su propio traspié momentáneo de “compañero de ruta” del PC francés, así como luego tendríamos que perdonarle su igualmente irreflexivo “maoísmo”, y su extraña ambigüedad ante el conflicto palestino-israelí; de manera que, si hubo en todo esto un malentendido, no es sólo que estuvo justificado: fue, me parece, razonablemente productivo. Finalmente, esa “nacionalización” –con cuotas variables de mala fe, repitámoslo– nos autorizaba, a los herederos del antiperonismo atávico de las izquierdas argentinas clásicas, a transitar por el filo de la navaja de una (o varias, como hemos visto) tensión; para qué podía servirnos eso, es harina de otro costal. De hecho, muy pocos adherimos orgánicamente al Malena; pero, aunque estuviéramos en otro lado –o en ninguno– él (y sobre todo ellos, los contorno-malenistas) era, me parece, una suerte de referencia distante, pero permanente, a nuestras espaldas.

Después, el eclipse. Otras voces, otros ámbitos. Sartre perdura, en todo caso, o sobrevive con dificultad, en las revistas culturales (en El Escarabajo de Oro,7 por ejemplo, o muy ocasionalmente en el principio de Los Libros).8 Masotta, ya lo dijimos, introduce a Lacan –inducido, se dice, por Enrique Pichon-Rivière–. En Filo, Eliseo Verón, seguido por Juanqui Indart, nos hacen deslumbrar con Lévi-Strauss. Circulaban ya, más esotéricamente al principio, Althusser, Roland Barthes, Foucault –incluso, entre los más exquisitos, Sollers y la banda Tel Quel–, que nos hicieron ir a buscar a Saussure, a Jakobson, a Benveniste. Franceses, más franceses: Jakobson también era “francés”, puesto que lo leíamos desde todos los otros (como pasaría después con otros eslavos adoptados por la rive gauche: Bakhtin, Kristeva, Todorov, Lotman, Shklovski, los formalistas rusos). Eso que se llamó difusamente estructuralismo –se sabe que Lévi-Strauss fue el único que aceptó la etiqueta (hay quien dice que la inventó)– arrasó la sombra terrible de Sartre. El bizco pasó, por así decir, a la clandestinidad intelectual. Pero, claro, en el “campo intelectual” estábamos, ya definitivamente, en algo así como la patria franco-argentina. El “estructuralismo”, pese a Althusser o el primer Foucault, no terminaba de politizársenos a la medida periférica. Así que muchos, off-Corrientes, seguíamos cultivando (no voy a negar que con dudas, o al menos con interrogantes sobre el “humanismo”, el “consciencialismo” y demás) nuestro Sartre. El que esto escribe, con toda seguridad, y un poco reactivamente, como se dice. Tal vez, incluso, con cierta “culpa” política: curiosamente, la militancia en la izquierda no congeniaba, al parecer, con esa lectura. Los “dopartis” lo despreciaban, siguiendo, no importan las diferencias, el desdén del Colorado Ramos (con el cual, hay que recordarlo, Ramón Alcalde había debatido duramente en Contorno). También despreciaban a todos los otros nombrados, entendámonos: todos apretujados en la bolsa de “intelectuales pequeño-burgueses”; pero con Sartre la inquina era especialmente violenta: era, además, se decía, un desesperado: demostración palmaria de una manifiesta ignorancia, basada con suerte en una mala interpretación de “el infierno…”, etcétera. Irónicamente, podríamos parafrasear a Sartre hablando de Paul Valéry, para decir: sin duda, Sartre es un intelectual pequeño-burgués; pero ciertamente no todos los intelectuales pequeño-burgueses son Sartre–.9

(Viñeta de época, personal, pero con intenciones modestas de más largo alcance: un conocido, y ya fallecido, dirigente “trosko” me encuentra leyendo algo, no recuerdo qué, de Sartre. Sonríe socarronamente y dice: –¡Jé! ¿Para qué le sirvió a Sartre el marxismo? ¿Para escribir obras de teatro? Sin medir las consecuencias, respondo: –Bueno, al menos a él le sirvió para eso. Lo que es usted, no escribió nada interesante, y su política de todos modos es una mierda–. No hace falta aclarar que me echaron a patadas del “doparti”. Quizá me hayan hecho un favor. Pero, a la distancia, no sé si no había un grano de verdad en lo que decía mi interpelador, claro está que por las razones contrarias a las que él pensaba. Quiero decir: quizá no haya sido su marxismo lo mejor que tuvo Sartre. Pero ya volveré sobre esto, si me da el tiempo y la lógica un poco descoyuntada de este texto. Por ahora, quisiera decir otra cosa: esa afirmación despectiva ofendía profundamente, no tanto un amor histórico por el personaje Sartre, que el buen hombre no tenía por qué compartir, sino el lugar fuertemente “politizado”, en el sentido más amplio posible, que por entonces le dábamos a la literatura –él había elegido, seguramente que no por azar, la expresión “para escribir obras de teatro”, cuando podía haber dicho: “para hacer mala filosofía”, o cualquier cosa por el estilo–, y que el estructuralismo no había conseguido neutralizar del todo).

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4. Como sea: terminó sin Onganía la dictadura de Onganía, subió –por poquito tiempo, ya sabemos de las ilusiones efímeras de esa “primavera–, el “Tío” Cámpora, “en una nube de lanzas”, como hubiera dicho –lo dijo respecto de los otros montoneros, los históricos– el propio Colorado Ramos. En 1974 se anuncia la traducción del último libro de Sartre (el último, en todos los sentidos: pero entonces no podíamos saberlo). Pensemos bien: 1974. Ya había sido Ezeiza, Perón se moría o ya lo había hecho tras su inequívoco giro a la derecha, los bandos se “tiraban” mutuamente cadáveres, el Brujo y las 3A ya eran nombres temibles y temidos, los intelectuales de izquierda pasados a activistas –estuvieran o no “peronizados”– ya no corrían tan solo el riesgo de la marginalidad: entre las primeras víctimas fatales de las 3A estuvieron Ortega Peña y Silvio Frondizi (ambos recordados profesores del que esto escribe). En lo que nos concernía más cotidianamente, Ottalagano (“Otalaempato”, lo llamábamos jocosamente, con el desparpajo irresponsable del que todavía no ve bien lo que se viene) había intervenido la UBA. La cosa estaba que ardía. En medio de eso, un nuevo Sartre. Se nos dirá: ¿y a mí qué? ¿No había suficiente de qué ocuparse? ¿Qué importancia podía tener una francesada más o menos? De acuerdo. Pero, concédasenos algo: éramos –y hasta defendíamos ser, “reactivamente” o no– “intelectuales pequeño-burgueses” (y no se olvide: “comprometidos”). O sea, nuestra política –que por supuesto no era para todos la misma– pasaba también por nuestras lecturas. Y ahora, después del paréntesis, el “troesma” volvía por sus fueros. En medio de aquello, desde ese lugar en el que estábamos, con Filo ocupada por la Inquisición (el interventor Sánchez Abelenda encendía inciensos en el hall de Independencia para exorcizar al demonio bolchevique) y todo eso, ese “acontecimiento”, sería estúpido o bien hipócrita negarlo, tenía su emoción.

Aclaremos: también tenía su cierta, un poco nebulosa, inquietud. Estoy obligado a retomar, sin remedio, un tono más “personal”. A los que –había unos cuantos, y este es un debate de los 70 no terminado de saldar– no comulgábamos ideológicamente, o nos parecía directamente un disparate suicida, con la “política-guerra” de las “formaciones especiales” (por convicciones políticas basadas en la “organización de las masas” y no en las “vanguardias iluminadas”, o por dejos de un eticismo filosófico que nos hacía repugnante el “atentado individual”, o por lo que fuere), ya nos había preocupado, en el pasado inmediato, cierta lectura de un cierto Sartre que hacían ciertos militantes de la izquierda peronista. Era obvio –aparte de sus innumerables declaraciones o artículos de coyuntura– el caso ya citado del prólogo a Fanon (Sartre, 1963), que se nos aparecía –hoy el que esto escribe cambió de opinión, pero no importa– como un llamado un tanto irreflexivo a la celebración de la libertad (y más: del pasaje a un nuevo estado de humanidad del colonizado, y en esto Sartre parecía seguir casi literalmente a Fanon) mediante la violencia, incluso la “terrorista”, contra el colonizador. Por supuesto: entendíamos, o creíamos entender, perfectamente, porque tratábamos de seguir las enseñanzas del maestro respecto de la puesta en situación, que Sartre hablaba de Argelia –y, por extensión, tal vez de todo el África colonial–. Es decir: de un territorio ocupado militarmente por una potencia expoliadora y extranjera, tal como a su manera lo había estado en su momento Francia –la propia potencia colonial que desde 1837 era la ocupante de Argelia–, y a la que había opuesto la “heroica” Resistencia en la que el propio Sartre, con o sin bicicleta, había participado. Y ese no era el menor de sus argumentos: el cinismo canalla con el que los adalides de la Liberté-Egalité-Fraternité no sólo condenaban como victimarios lo que habían glorificado como víctimas, sino que utilizaban ellos mismos el terror, la tortura, los asesinatos clandestinos, los “vuelos de la muerte”, las desapariciones forzadas (solo mucho después se “desayunaron” muchos de cuánto tenían que ver esos humanitarios franceses con lo que entonces era nuestro próximo, casi inmediato, futuro).

Pero, además, para colmo, Sartre era también, precisamente, francés. Tenía que hablar por las víctimas producidas por su propio país, por el propio Estado del cual él era citoyen, y, por lo tanto, de alguna involuntaria manera, cómplice. Eso, necesariamente, redoblaba su virulencia, su elocuencia retórica (siempre proverbial, pero potente hasta lo sublime en el prólogo de marras), su estrategia argumentativa en el elogio, incluso el panegírico, de los resistentes argelinos. Tenía por consiguiente que demostrar, a los gritos si hacía falta, que a los “violentos” del FLN no les habían dejado otra salida. Cosa, por otra parte, no muy difícilmente demostrable, como sucede con harta frecuencia en toda guerra de liberación anticolonial.

Pero, eso era Argelia. Sin embargo, aquellos ciertos militantes de los que hablábamos hace un momento, leían allí –y no sólo apelando a chistes homofónicos facilongos– Argentina. O sea: aun leyendo a Sartre / Fanon en castellano, traducían: la Argentina también era una “colonia” (“Patria sí, colonia no”, etcétera), y también estaba “ocupada militarmente” (por el Ejército que de “Nacional” sólo tenía el nombre), que también había torturado y asesinado (ahí estaban Vallese, Pampillón, Jáuregui, todos ellos): para ellos, las referencias comparativas se habían literalizado por fuera de los sesudos análisis políticos, sociológicos, histórico-culturales que procuraban detectar con la mayor precisión posible la diferencia argentina y latinoamericana para pergeñar la mejor estrategia de resistencia, o incluso de “toma del poder”. Y esa lectura de Sartre –lo decimos así porque ahora estamos hablando de Sartre: era por supuesto algo mucho más vasto, de una importancia vital, y no sólo “filosófica”– nos preocupaba, porque de ella no podía desprenderse otra cosa que el FLN y sus tácticas, extemporáneamente traspuestas a las pampas rioplatenses. La política-guerra, y no la guerra política.

(Otra viñeta de época: a fines de 1969, o quizá principios de 1970, a la salida de otra sempiterna proyección trasnochada de La batalla de Argel en el Lorraine, me encuentro con un compañero de facultad, militante del entonces FEN –sigla sugestivamente cercana a la argelina–, que portaba el infaltable Fanon prologado por Sartre bajo el brazo. Entusiasmado una vez más con el film, me espetó: “¿Viste? ¡Esto es lo que hay que hacer hoy en la Argentina!” No hice mayor esfuerzo, por intuirlo inútil, de convencerlo de otra cosa. Pero pensé: Sonamos. ¿Esto es lo que hay que hacer? ¿Hoy? ¿En Argentina? ¿en un país que no es formalmente una colonia ocupada por una potencia extranjera, que no tiene una población de 90 % de campesinado paupérrimo y semi-tribal como Argelia, donde hay –como lo había entonces– un comparativamente alto nivel de industrialización, donde hay –como la había entonces– una clase obrera fuertemente sindicalizada, con profundísimas tradiciones de lucha organizada? ¿Qué acaba –como acababa entonces– de hacer nada menos que el Cordobazo? Esto puede ser el desastre.)

Que se entienda bien: no pretendo, retroactivamente, haber acertado desde el vamos. Mucho menos haber tenido la lucidez premonitoria que tantos, ahora, se autoadjudican en su nuevo entusiasmo de arrepentidos y penitentes de la última hora: era, simplemente, una posición política (y lamento, en cierto modo, tener que seguir pensando que, en ese tiempo, si bien minoritaria, fue la más correcta: la otra costó demasiado). Mucho menos pretendo culpar a los que pensaban así entonces –puede ser que tengan sus culpas, y con toda seguridad sus responsabilidades: yo, hoy, no soy quién para exigir cuentas–. (Y también había otras maneras de pensar cierto “sartro-fanonismo” –aún sin nombrar explícitamente esos autores, ni seguirlos puntualmente en sus ideas– que pudieran mantener la diferencia: León Rozitchner lo ensayó en, por ejemplo, Ser judío o en Moral burguesa y revolución.)

Y sin duda que esa lectura no era culpa de Sartre: hay que insistir, él, equivocado o no, hablaba de otra “situación”, desde otro lugar. Se podrá decir: sí, pero él no era cualquiera; tenía la obligación de prever que su palabra podía ser, por ejemplo, abusivamente universalizada. Puede ser. Es muy cierto, nadie puede controlar los efectos de lo que escribe, pero tampoco tiene el derecho de desentenderse cuando lo que escribe produce efectos. Eso es éticamente obvio. Al mismo tiempo, no obstante, y recíprocamente, no puede endilgársele al escritor cualquier cosa que uno quiera entender por otras razones que las que están allí escritas. Porque –es lo que pienso hoy– esa era una mala lectura (y no en el sentido más inofensivo de la “deslectura creativa” de Harold Bloom) de Sartre, incluida la del prólogo a Fanon.

Al prólogo a Fanon puede dársele, no cabe duda, un alcance “universal”: pero está en el método de pensamiento, no en el tema. El “tema”, como siempre en Sartre, está del lado del universal-singular. Argelia (o África, si como decíamos se quiere extenderlo lo más posible) era allí el componente de la singularidad: servía para hacer la crítica de una falsa universalidad, la de Europa. Al “universalizar” abstractamente –puesto que trasladar Argelia a la Argentina, un país tan diferente, era hacer eso– lo que Sartre decía de Argelia, era traicionarlo sin querer. Había, por ejemplo, una cuestión, que en la Argentina de entonces no veíamos que constituyera una cuestión (aparte de muy difusas referencias críticas a la clase media porteña que hablaba despectivamente de los cabecitas): la cuestión del racismo, que en Sartre era un “interpretador” central, y para nada abstracto, de aquella crítica a la “universalidad” europea.

En fin, no nos distraigamos. En 1974, decíamos (¿o 1975?), aparece en castellano El idiota de la familia, el “Flaubert” de Sartre (así lo llamamos enseguida). La recepción fue –por lo menos– lamentable. No recuerdo un solo artículo, una crítica, un comentario, digno de mención. Y hay que aclarar, para que se vea hasta qué punto aún en esto fuimos “afrancesados”: tampoco los hubo en París, donde la publicación de la obra más monumental, más “trabajada”, más oceánica de Sartre pasó prácticamente desapercibida. Y eso, también después y hasta casi hoy: los dos suplementos especiales, de un centenar de páginas cada uno, que el diario Libération –fundado por el propio Sartre– dedicó en 1980 a su muerte y en 2005 a su centenario, apenas mencionan al pasar El idiota…, sin el menor intento de análisis. La hora de Sartre –una hora bien larga y nutrida de acontecimientos– al parecer, había pasado.

En Buenos Aires, entre la fiebre estructuralista en los cenáculos intelectuales y los desastres de la política en la calle, ya no había, parece, tiempo ni “libido” para invertir (para investir) en las 1200 páginas apretadas –en la edición de Tiempo Contemporáneo: ahora sabemos que en el original eran más del doble– dedicadas al aurático, “descomprometido” Flaubert. Páginas que ni siquiera, justamente, llegaban hasta Madame Bovary, Salammbo, Bouvard y Pécuchet, ya que el subtítulo de esa gigantografía inconclusa parecía ser inequívocamente desalentador: Gustave Flaubert desde 1821 a 1857. O sea: ¿una biografía del joven Flaubert? ¿De “Gustave” –como le dice Sartre, casi como si le hablara familiarmente–, antes de ser “Flaubert”? En una época, cabe agregar, que aún en términos estrictamente “intelectuales”, ya había despachado el género biográfico al baldío de inutilidades, aplastado bajo el peso de las “estructuras”, de las “derivas del significante”, y así.

(Tercera viñeta de época. ¿Fue realmente tan así? Las vanguardias teórico-literarias del momento, es cierto, recusaban con a veces virulento sarcasmo toda idea de una literatura “comprometida”, o la de una escritura que subordinara su autonomía significante a los contextos histórico-políticos. “La historia no es todo” fue una combativa –y provocadora, en el buen sentido– consigna de la revista Literal (Germán García, Luis Gusmán, Osvaldo Lamborghini) que defendía aguerridamente esa trinchera. Sin embargo, no se puede decir que los más conspicuos responsables de esa publicación hoy ya mítica fueran en modo alguno “apolíticos”, ni que no guardaran –me consta personalmente– un gran respeto por la figura de Sartre. Es una prueba más de que los debates en este campo, y especialmente en la Argentina, exceden en mucho las simplificaciones con las que se ha pretendido despacharlos)

Por otra parte, Sartre no circulaba solamente por los pasillos, y por los bares, filosófico-literario-políticos de Buenos Aires. Aunque menor, hubo un desvío por el lado de la psicología, inspirado en el “psicoanálisis existencial” que Sartre concibió en el último capítulo de El ser y la nada, y que tuvo su módica presencia en la revista Psiquiatría Social de Pichon-Rivière (solo más tarde el propio Pichon cambiaría esa denominación de su práctica por la de “psicología social”), así como en ciertos cultores locales de la llamada “antipsiquiatría” (Fontana, Claudio Rud, y me olvido de otros/as).

(Cuarta viñeta de época: entre fines de los 60 y principios de los 70 –el lector, aunque a esta altura se encuentre algo perdido, recordará que todavía andábamos por ahí– hubo en Buenos Aires otra forma de “sartrismo” –más efímera y circunscripta, pero que no dejó de tener su peso en ciertos circuitos– vinculada al “psicoanálisis existencial” y a la llamada “antipsiquiatría”, aunque más bien dependiente de la lectura sartreana por Ronald Laing y David Cooper –por esos años circuló bastante un librito interesante, publicado por Paidós, en que los psiquiatras ingleses hacían una interpretación, en esa clave, de la Crítica y el San Genet: Razón y Violencia (Laing y Cooper, 1969)– y de las teorías del italiano Franco Basaglia; ignoro qué ocurrió después con esa corriente, así como desde luego desconozco todo lo que se refiera a su eficacia estrictamente “psicoanalítica”, pero sus practicantes, políticamente hablando, solían ser peronistas –y no siempre, necesariamente, peronistas “de izquierda”–: otra muestra, apenas un pequeño botón, de la inflexión más bien “nacional” del sartrismo local. Pero, tengo que ser honesto: nunca me pareció que los “psico-existenciales” locales se interesaran realmente por Sartre: era, su sartrismo, algo así como un saludo a la bandera, casi nunca un “compromiso” pleno con un “maestro” que figuraba más bien en una “serie” de consignas arrojadas más o menos al azar en el fondo de un tonel ecléctico. Recuerdo haber discutido largamente con uno de ellos su “fundamento” teórico, para terminar descubriendo –no sin escándalo– que el autor “existencialista” al cual respondía con mayor sistematicidad era… ¡Rollo May! Cómo es que muchos de ellos, individualmente hablando –conocí algún caso– derivaron a la tontería “sistémica”, no es algo que sepa explicar. Lo que me interesa es constatar algo que puede llamarse “sintomático”: muchos de los psicoanalistas que siguieron a Masotta hacia el “lacanismo” –me consta– conservaron intacto su respeto por Sartre, más allá de las insalvables diferencias teóricas; los psicoanalistas “existenciales”, en cambio, nunca parecieron tomárselo demasiado rigurosamente)

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5. De todos modos, ese no era el problema principal, en 1975, en la Argentina: respetuosos como éramos, con más y con menos, de las modas y modalidades francesas, no obstante, teníamos, en efecto, otras cosas de qué ocuparnos. Nuestro amor por Sartre, si había logrado subsistir, no iba a ser mellado porque estuviera más o menos ausente de los nuevos debates parisinos: ya lo habíamos nacionalizado suficientemente.

Y tal vez, de una manera muy compleja, muy difícil de explicar, ese fuera precisamente el problema: tan nuestro lo habíamos hecho, que –al menos a primera vista– nos escandalizaba un poco que, en la Argentina de 1975, Sartre nos descerrajara esos dos “ladrillos” sobre… Flaubert. No es que pretendiéramos que hablara de la desgarrada Argentina (lo hizo, por supuesto, en 1976 o 1977, pero eso era otra cosa: intervenciones de coyuntura, artículos encendidos); pero posiblemente sentíamos que lo que hubiéramos esperado de él, en 1975, hubiera sido algo más urgente.

En alguna parte, de alguna manera, habíamos malentendido algo. Fascinados por su escritura, aunque parezca paradójico, habíamos olvidado que Sartre era un escritor –y de los más decisivos que ha dado el siglo XX–. Escritor comprometido, claro que sí: pero –aprovechémonos del recurso gráfico de las bastardillas– habíamos acentuado antes lo de escritor comprometido que lo de escritor comprometido; se nos había escapado la sutileza de que en un escritor en serio no existe la literatura, por un lado, y por fuera de ella un “compromiso” con otra cosa (la Resistencia, Argelia, Vietnam, Cuba, mayo del 68, lo que fuera): eran simplemente modalidades de un mismo compromiso. Recién mucho después hubo alguien, Dardo Scavino, que se atrevió a conjeturar esto, en un artículo en la revista El Rodaballo: se podría deducir incluso, de su argumentación, que la idea de “compromiso” era la forma específica que adoptaba, en Sartre, la autonomía literaria (Scavino, 2000, pp. 14-21).

Es comprensible que, en 1975, en la Argentina, esto no pudiera entenderse, por razones distintas a las francesas. Ya lo habíamos sospechado: no esperábamos de él algo que estuviera tan por delante de nuestras urgencias. La (bienvenida y eficaz, en muchos sentidos) nacionalización de Sartre nos lo había reducido a una parte de su “compromiso”: o bien habíamos celebrado el compromiso de su cuerpo, o bien gozado la seducción de su escritura. Muchas veces ambas cosas al mismo tiempo, pero en paralelo. Y algo semejante habíamos hecho con nuestros propios “sartreanos”. Lo que la historia “había hecho con nosotros” no nos había preparado para entender que las dos “partes” eran lo mismo. A algunos de mis mejores amigos, incluso, una comprensible actitud reactiva –con lo cual, por supuesto, no quiero decir que no fuera sincera y proveniente de convicciones de la época– ante el ya asfixiante “exceso de historia” que era la Argentina de 1974-1975, los había hecho incluir a Sartre en el ya mencionado desván del no-todo-es-historia (o la historia no es todo, o la historia es no-todo : también está el lenguaje, el significante, el inconsciente: ¿y quién podría negarlo?). No podemos decir que no tuvieran razón: ese, el Sartre “histórico” –en el sentido convencional– era el Sartre que habíamos “argentinizado”: no podíamos entender su extemporaneidad. Que no consistía, claro, en estar fuera de la historia, sino en meterse en ella intempestivamente, por otro costado. También para Sartre la historia era un no-todo (no está, en modo alguno, “totalizada”): sólo que esa des-totalización era un principio orientado a reintroducir la historia por el sesgo del particular-concreto, y eso era, como acto de escritura irreductible, su Flaubert. Sartre –lo dice la casi primera línea de El idiota…– se mete en ese hombre “como Pedro por su casa”; a la historia, también: no va a esperar a que nadie la “totalice”, o la suprima por decreto “deconstruccionista”.

(Quinta viñeta de época. A principios de los 70, la situación era muy diferente a la de mediados de los 60. En 1974, cuando aparece El idiota…, en Argentina se había completado, con muy escasas excepciones, lo que se conoció como la “peronización” de los intelectuales. No es que el peronismo –contra todos los mitos “gorilas”– no hubiera tenido, en las décadas anteriores, intelectuales de fuste (especialmente en el campo del ensayo histórico y político-cultural, pero también en ciertas poéticas, como las de Marechal, Walsh o Urondo): allí estaban Scalabrini, Jauretche, Palacio, Cooke, Chávez, Puiggrós, Hernández Arregui, Ortega Peña: con todas sus diferencias –algunos corridos a la izquierda, otros a la derecha–, sin embargo, compartían el fuerte “contenidismo” e historicismo directamente politizado de su estilo, y raramente alguno de ellos había incurrido en la ficción o la poesía (Walsh es por supuesto el caso paradigmático de encabalgamiento). A principios de los 70 hubo un vuelco dramático: emergió lo que bien podría calificarse, sin forzar en exceso las palabras, de una “vanguardia peronista” en la literatura y la poesía: allí están, como ejemplos, los hermanos Lamborghini o, con mayores mediaciones, el primer Gusmán, el primer Germán García, Ricardo Zelarayán, tantos otros que pasaron por Literal –donde no-todo-era-la-Historia, en efecto–. Fue más que interesante, tanto política como literariamente: las plenamente justificadas resistencias a los “contenidismos” y “sociologismos” de la literatura convencionalmente “de izquierda”, o “progresista”, o “populista”, y a las coincidencias forzadas entre los registros de la enunciación y el enunciado (que a muchos no les permitía siquiera concebir que sujetos “reaccionarios” o aún “fascistas” como Ezra Pound, Eliot o Céline pudieran celebrarse como auténticos “revolucionarios” de sus lenguas; ni hablemos del “caso” Borges), esas resistencias, digo, produjeron un vuelco hacia el “poder del significante” que, si no siempre estuvo exento de los inevitables afrancesamientos y lacanizaciones, no por ello se desnacionalizó ni se despolitizó: ninguno de los autores que hemos nombrado –y los otros que pasamos en silencio– podría ser otra cosa que argentino; el acento y el ritmo rioplatense o “criollo” en general es inequívoco, y el “delirio de palabras”, cuando lo hay, le debe al menos tanto a una tradición de picaresca “canallita” barrial y arrabalera –y, claro, a la fascinación con Joyce o Beckett– como al descubrimiento de las derivas del significante más o menos telquelianas. Eso se enunciaba, frecuente y militantemente, como una política de la lengua; pero, a su manera, era también una política de la política, que renegaba, sin dejar de tener un significado lato “de izquierda”, de las facilidades de las correspondencias base / “superestructura”, y recetarios por el estilo. Como sea, fue un momento de una intensidad cultural inaudita. Sartre, desde ya, no era una referencia para casi ninguno de ellos –aunque, quién sabe: habría que releer algunas páginas de, por ejemplo, Nanina…–. Eso –me permito insistir en mi hipótesis– fue probablemente consecuencia de que habíamos malentendido la necesaria “nacionalización” del “bizco”. Pero, no tiene mucha importancia: como se dice, quién nos quita lo bailado…)

No estábamos listos, pues, para El idiota de la familia (los franceses, por su parte, creyeron estar demasiado listos, creyeron que Sartre atrasaba, llegaba tarde: allá ellos). Ese libro, la summa sartreana, a nosotros nos llegó, podríamos decir, demasiado temprano.

Después, ya conocemos el resto de la historia: entre 1976 y 1983, Sartre –junto con tantos más– desapareció de las librerías argentinas, pero, por supuesto, eran otras las desapariciones que nos concernían más cercana y más trágicamente. La “recuperación” –porque parece que la habíamos perdido en algún lado– de la democracia en 1984 no mejoró la sobrevida –su cuerpo físico se había ido en el 80– de Sartre: la cultura, en ese entonces, pese al genocidio y a las Malvinas, era la de un ramplón humanismo “optimizante” de clase media pobremente ilustrada; se recordará cuál era el libro de cabecera del primer mandatario, colmo de lo tolerable como pensamiento crítico: El miedo a la libertad de Erich Fromm (un título del cual podemos imaginar la hilaridad que le produciría a Sartre). Es cierto: después vinieron las “obras completas” de Sócrates o las “novelas” de Borges –pero al menos esto tenía la gracia de una ficción creída–. De todos modos, no tiene ninguna importancia: los presidentes no tienen por qué ser buenos lectores, y que tengan asesores que les “soplen” títulos sólo demuestra la tilinguería porteña de pequeña borgesía (como solía decir Zelarayán) a la cual ellos se sienten obligados a halagar. La cuestión es otra –y es otro de esos capítulos mal estudiados de la historia cultural reciente, por aquello de “quién le pone el cascabel al gato”–: una excesiva confianza en una “democracia” parcial, puramente institucional –y, desde luego, “representativa”–, una “democracia de la derrota” la llamaron algunos, que se totalizó abusivamente (con ella se podía todo: comer, curar, educar, etcétera), y en la que se creyó “religiosamente” (recuérdese la Constitución Nacional transformada en oración) no era el suelo más alimenticio para un pensamiento crítico: más de un antiguo “sartreano” se precipitó con los brazos abiertos en alguna variante, más o menos “socialdemócrata”, de lo que ya entonces empezó a llamarse lo políticamente correcto. Opción legítima, sin duda, como (casi) cualquiera; pero que –es una opinión– terminó cerrando más puertas que las ventanas que abrió.

Sartre ¿hace falta decirlo? fue siempre altamente incorrecto. Crítico insobornable, virulento, algunos dirán excesivo, de su propia sociedad –la que había en cierto modo inventado la democracia moderna–, tuvo siempre las palabras más implacables para la democracia de la serialización: la que restringe el acto democrático a la asistencia cada dos o cuatro años a la cola para entrar al cuarto oscuro (¿se recuerda el ejemplo de la cola del autobús en la Crítica…?), mientras, como se decía en esa época, “el mercado vota todos los días”: es decir, mientras los salopards de siempre siguen haciendo sus negocios sangrientos. Eso, en Francia: ¿qué quedaba para la “periferia”?

Para colmo, Sartre también fue, siempre, filosóficamente incorrecto. Supuesto creador de una “moda” francesa más –el “existencialismo”–, en realidad buscó constantemente patear todos los tableros, incluso el suyo propio: si al principio se rehusó a colgarse esa etiqueta que le habían puesto los “infernales” otros, al final, en 1975 –mientras llegaba a la Argentina El idiota…–, en una famosa entrevista con Michel Contat dice sin mosquearse que, si se le debe poner alguna etiqueta, prefiere la de “existencialista” a la de, por ejemplo, “marxista” (Sartre, 1976). No sin alguna coquetería, pues, retorna –en pleno imperio postestructuralista y de la “nueva derecha”– a unos orígenes de los que, en el origen, había intentado despegarse. Le parece más importante resguardar su diferencia que “serializarse” en un marxismo que, si todavía está lleno de gente, también está, se le antoja, cada vez más vacío de ideas (no es para asustarse: lo venía diciendo desde la Crítica…, sin por ello renunciar al “horizonte insuperable de nuestra época”). Es decir: otra vez, salta por encima, aún por encima de sí mismo, justamente para reivindicar la única “etiqueta” que realmente le correspondía: la de aquel extemporáneo, aquel intempestivo, incluso aquel ex-céntrico, que nos había sorprendido con Flaubert cuando esperábamos de él otro prólogo a Fanon.

Por suerte, en los últimos años, algo se mueve. Todavía es incierto, difuso, brumoso. Pero ya se huele un tufillo a “retorno” (¿de lo reprimido?) de Sartre. Una cita aquí y allá, algún seminario, alguna puesta de alguna de sus obras. Alguna tesis. Veremos. Pero si así fuera, tendremos que releerlo, volver a ponerlo en (nuestra) situación, tan transformada, y no siempre para mejor. Si lo lográramos, será el momento de repetir, una vez más, aquella célebre frase de Merleau-Ponty y referida a Sartre (cuando ambos estaban ya muy distanciados, hay que decirlo): “Es bueno que, de tanto en tanto, aparezca un hombre libre”.

Referencias

Laing, R. y D. Cooper (1969). Razón y violencia. Dos décadas de pensamiento sartreano. Paidós.

Masotta, O. (1967). Roberto Arlt, yo mismo. CEAL.

Merleau-Ponty, M. (2000). Sentido y sinsentido. Península.

Ramos, J.A. (1965). Historia de la Nación Latinoamericana. Octubre.

Sartre, J.P. (1951). Le Diable et le Bon Dieu. Gallimard.

Sartre, J.P. (1961). El ser y la nada. Iberoamericana, 2 vols.

Sartre, J.P. (1963). “Prefacio”, en F. Fanon. Los condenados de la Tierra. FCE

Sartre, J.P. (1964). Crítica de la razón dialéctica. Losada.

Sartre. J.P. (1976). Autorretrato a los setenta años. Losada.

Scavino, D. (2000). Sartre y el compromiso literario, El Rodaballo, 11/12.

Verón, E. (1959). Nota sobre la conciencia y el yo en la fenomenología de Sartre. Centro, 14, cuarto trimestre.


1. Le agradezco a mi amigo Héctor Palomino haberme llamado la atención sobre esta analogía.

2. La traducción al castellano de esta obra absolutamente fundamental es, en efecto, muy defectuosa. Pero no se pueden dejar de reconocer las dificultades del original francés, que en este caso no están a la altura del extraordinario estilo habitual de Sartre.

3. Como se recordará, Contorno fue una revista de crítica literaria, filosófico-cultural y política decisiva en la historia intelectual argentina del siglo XX, que apareció entre 1953 y 1959. Entre sus más conspicuos fundadores y colaboradores estuvieron David e Ismael Viñas, León Rozitchner, Ramón Alcalde, Carlos Correas, Oscar Masotta, Adelaida Gigli, Adolfo Prieto, Juan José Sebreli y, ocasionalmente, Tulio Halperin Donghi. Afortunadamente, contamos hoy con una edición facsimilar completa de la misma, editada por la Biblioteca Nacional por impulso de su ex director, Horacio González.

4. Les Temps Modernes: revista filosófica, literaria y política fundada en 1945 por Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty (su primer comité editorial incluyó nombres como los de Raymond Aron, Simone de Beauvoir, Michel Leiris, Albert Olivier y Jean Paulhan), y que siguió apareciendo hasta hace muy poco, dirigida (por expresa voluntad de Sartre) por el escritor y cineasta Claude Lanzmann, el autor del notable documental Shoah.

5. Véase Verón (1959). En el mismo número escriben notorios miembros de Contorno, como Oscar Masotta, Carlos Correas y J.J. Sebreli, así como muchos/as que luego devendrían “famosos” (“Paco” Urondo, Bernardo Carey, Rodolfo Alonso, Jorge Lafforgue, etc.).

6. El MLN fue fundado en 1960 por Ismael Viñas. Además de varios de los ex miembros de Contorno, entre sus primeros militantes estuvieron Eugenio Gastiazoro, José Vazeilles y Susana Fiorito. También estuvo durante un período vinculada a él Alicia Eguren, la compañera de John William Cooke. Algunos miembros del MLN habían apoyado críticamente, al principio, la experiencia frondizista, aceptando incluso algunos cargos oficiales, pero luego, ante lo que calificaron como “traición” de Frondizi (especialmente el affaire de los contratos petroleros) renunciaron en masa. El MLN se radicalizó cada vez más hacia la izquierda, llegando a considerar la hipótesis de la lucha armada, aunque manteniendo una distancia muy crítica respecto de las vanguardias “foquistas” y de intentos como el del “Che” en Bolivia. El MLN se disolvió en 1969, y algunos de sus principales líderes, incluyendo a Ismael Viñas, fundaron AC (Acción Comunista). En 1976, a causa del golpe militar, Ismael Viñas tuvo que marchar al exilio, del cual nunca retornó.

7. Una de las más importantes revistas literarias argentinas de la década del 60, dirigida por Abelardo Castillo y Liliana Heker. Fue precedida por El Grillo de Papel, y después de 1974 por El Ornitorrinco.

8. Influyente revista literaria de la década del 70 inicialmente dirigida por Héctor Schmucler, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, que luego se convertiría en Punto de Vista.

9. La célebre frase de Sartre (“Paul Valéry es un intelectual pequeñoburgués; pero no todos los intelectuales pequeñoburgueses son Paul Valéry”) pertenece a la Crítica de la razón dialéctica.