Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, nº 21
septiembre 2022 - febrero 2023
ISSN 2313-9749
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

La cuestión del trabajo en el mundo clásico


Marcelo Perelman Fajardo
ORCID: 0000-0002-0310-1259  

Universidad de Buenos Aires – Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina

Cita recomendada: Perelman Fajardo, M. (2022). La cuestión del trabajo en el mundo clásico. Archivos De Historia Del Movimiento Obrero Y La Izquierda, (21), 85-99. https://doi.org/10.46688/ahmoi.n21.373

Resumen: Se aborda en el presente trabajo una introducción a la cuestión del trabajo y de las relaciones laborales en el mundo clásico. En su primera parte, se hace foco en la concepción del trabajo que tenían los antiguos y en la consideración que les merecían los trabajadores, desde los artesanos hasta los campesinos. Incluye también una breve caracterización de las principales relaciones laborales en la antigüedad, desde la esclavitud hasta el trabajo asalariado. En la segunda parte, se bosquejan ciertas particularidades de las relaciones laborales en la historia de Esparta, de Atenas y de Roma.

Palabras clave: trabajo – trabajadores – esclavitud – mundo antiguo

The question of labor in the classical world

Abstract: An introduction to the issue of work and labor relations in the classical world is addressed in this paper. In its first part, it focuses on the conception of work that the ancients had and on the consideration that workers deserved, from artisans to peasants. It also includes a brief characterization of the main labor relations in ancient times, from slavery to wage labor. In the second part, certain peculiarities of labor relations in the history of Sparta, Athens and Rome are outlined.

Keywords: labor – workers – slavery – ancient world

Recepción: 6 de mayo de 2022

Aceptación: 2 de junio de 2022

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Introducción

Cuando Virgilio, en el canto VI de La Eneida, relató el descenso a los infiernos de Eneas, personificó a los grandes males de la humanidad que acechaban al héroe en el vestíbulo del bajo mundo. De forma bien reveladora, mezclado entre el Dolor, la Muerte, la Vejez, el Miedo y la Pobreza, se hallaba el Trabajo. No siempre había sido así. En otras de sus obras, Las Geórgicas, el poeta reproducía el mito de la Edad de Oro, una época en la que no se precisaba cultivar la tierra ni dividir los campos en propiedades. La propia naturaleza brindaba en abundancia y sin esfuerzo todos sus productos, sin pedir nada a cambio. Pero cuando todo esto se perdió irremediablemente, los hombres se vieron obligados por la necesidad a tener que trabajar y a desarrollar los oficios: así surgió la agricultura, la caza, la navegación y el trabajo del hierro y de la madera. Y entonces Virgilio escribió su famoso adagio (1.145-146): labor omnia vicit improbus (“el ímprobo trabajo todo lo vence”).

Nos proponemos dos objetivos en el presente trabajo. Por un lado, analizaremos las actitudes y consideraciones de los antiguos sobre el trabajo y los trabajadores. Como queda claro del texto virgiliano citado anteriormente, no se trataba ciertamente de una visión benigna. Para nuestra sensibilidad moderna, puede resultar un tanto chocante que el trabajo fuera considerado una desgracia infernal. Desde la reforma protestante en el siglo XVI, no se ha cesado de exaltar las virtudes del trabajo y de condenar la vagancia. Tal perspectiva ha sabido tener la aprobación no solo de la burguesía, sino también de amplios sectores de la clase trabajadora. Basta recordar la presencia de la frase virgiliana labor omnia vincit en los escudos de varias organizaciones sindicales, como el de la histórica American Federation of Labor. En verdad, Virgilio no hacía más que constatar la penosa realidad del hombre, condenado por la necesidad a tener que trabajar. Su frase, no obstante, pasaría convenientemente a la historia sin el improbus.

En segundo lugar, procuraremos entender cómo resolvieron los antiguos el problema del trabajo. La “solución” puede parecer sencilla: si el trabajo era una inevitable y desagradable necesidad, lo mejor era intentar arrojarle ese fardo a otros. En eso consistió, básicamente, la conquista y la esclavización de otros pueblos y comunidades, fenómeno recurrente en la historia de Grecia y de Roma. Cuenta Heródoto (Historia, 1.66.2-4) que los espartanos, apremiados por el crecimiento demográfico, decidieron hacerse de tierras y de esclavos para asegurar la prosperidad de su comunidad. Ambicionando la fértil y próspera región de Arcadia, se dirigieron allí, aprovisionados de grilletes, con la intención de esclavizar a sus habitantes. Sorpresivamente, fueron vencidos y tuvieron que trabajar la tierra encadenados con esos mismos grilletes que habían llevado. Este singular episodio –que la posteridad conocería como “La Batalla de los Grilletes”– nos demuestra la concepción del trabajo y de la economía que tenían los antiguos: eran los sometidos o subordinados quienes debían llevar la carga del esfuerzo y permitir así a los dominadores llevar a cabo una “buena vida”.

Hay que hacer aquí una salvedad. Las comunidades de ciudadanos que formaban las “ciudades estado” –cuyos ejemplos más sobresalientes fueron Esparta, Atenas y Roma, los casos que abordaremos aquí– partían de un supuesto igualitario: el estado le garantizaba a cada uno de sus miembros su reproducción, que en los tiempos originarios consistía básicamente en una parcela de tierra cultivable. Hasta los labradores más humildes, si eran ciudadanos libres, estaban protegidos contra la explotación por parte de sus superiores en función de este principio. Este aspecto fundamental de la historia antigua fue resaltado primeramente por Karl Marx en sus escritos inéditos sobre las sociedades precapitalistas (2004) y retomado y profundizado luego por quien haya sido tal vez el historiador de la antigüedad más importante del siglo XX, Moses Finley (1982, 1986).1 Con vistas a mantener este principio, que garantizaba cierta igualdad puertas adentro, las comunidades antiguas se lanzaron a la conquista de tierras y de mano de obra en el exterior. En lo que sigue analizaremos las consecuencias de esta peculiar estructura de las sociedades antiguas hasta su progresiva disolución, en las postrimerías del imperio romano.

Primera parte: Características generales del trabajo

y de los trabajadores en la Antigüedad

El desprecio por el trabajo manual

Los filósofos de la antigüedad dedicaron mucho tiempo a reflexionar acerca de cuáles debían ser las virtudes que debía tener todo buen ciudadano. Si hay algo que sacaron en claro de toda esta indagación, era que el ciudadano ideal no podía ser, ni por aproximación, un obrero manual (Mossé, 1980). Aristóteles (Política, 8.2.10-15) desdeñaba cualquier tipo de trabajo, arte o disciplina que pudiera inutilizar el cuerpo y la inteligencia de los hombres. Por eso, en su ideal de ciudad, la cantidad de trabajadores manuales no debía pasar del mínimo necesario para mantener a la clase gobernante. A su ágora (plaza pública), afirmaba el filósofo, no debían acceder ni trabajadores manuales ni campesinos (7.12.4). Para otro pensador griego, Jenofonte, la práctica de los oficios no dejaba tiempo libre para dedicarse a los amigos y a los asuntos de la ciudad (Económico, 4.3). El tiempo libre, el ocio, era posiblemente el bien más preciado por los antiguos, y solo era posible si otros cargaban con la penosa obligación de trabajar. Es por ello que Plutarco alababa a Licurgo (24.2), el mítico legislador de Esparta, por haberles brindado a sus conciudadanos el tiempo libre necesario para dedicarse al servicio militar, mientras descargaban los trabajos manuales sobre una población de siervos. Dentro de este desprecio general por las labores manuales, no se salvaban ni siquiera los artistas: Plutarco (Pericles, 2) señalaba que del hecho de que una obra produjera placer no se seguía que su artífice mereciera elogio o atención alguna.

Sin embargo, los antiguos realizaban una distinción crucial: despreciaban los oficios artesanales pero muchos de ellos alababan en alto grado el trabajo agrícola. Ya el poeta Hesíodo (Trabajos y días, 311), en el siglo VII a.C., ensalzaba la dura tarea del labrador al sostener que no era el trabajo, sino la inactividad, lo deshonroso. Jenofonte (Económico, 4.2-3), por su parte, afirmaba que los oficios manuales dañaban los cuerpos al estar los trabajadores mucho tiempo sentados a la sombra y a veces cerca del fuego, lo que a sus ojos suponía un rasgo de afeminamiento. En cambio, la agricultura estimulaba el valor y proporcionaba los mejores ciudadanos, pues ante el ataque de enemigos los campesinos defenderían su tierra, mientras que los obreros no combatirían, permaneciendo alejados del esfuerzo y de los peligros (6.6-10). Una cuestión diferenciadora era también el carácter público de la agricultura, frente al típico secretismo de los oficios. En este sentido, la agricultura no era considerada un oficio, ya que no requería de un saber especializado ni de un aprendizaje especial, sino simplemente de dedicación y esfuerzo (Vernant, 1973). Así, nuevamente Jenofonte sostenía que los artesanos ocultan los aspectos más importantes de su arte, algo que no sucedía con los labradores, quienes muestran abiertamente de lo que son o no capaces (15.11-12).

Obviamente que detrás de estas alabanzas al trabajo agrícola había grandes cuotas de hipocresía. Muchos de estos autores de manuales sobre asuntos agrícolas, como así también sus lectores, no eran precisamente quienes sudaban detrás del arado. Tal vez haya sido Salustio más sincero que muchos de sus contemporáneos cuando, en un breve raconto de su vida, señalaba que luego de retirarse de la política, no pensó en pasarse la vida cultivando campos o cazando, tareas propias de esclavos (Conjuración de Catilina. 4.1-2). También es cierto que no todas las labores agrícolas tenían el mismo estatus: de los famosos doce trabajos de Hércules, el quinto –limpiar de estiércol los establos de Augías– no fue precisamente el más representado en la iconografía antigua.

Esclavos y asalariados

Era de esperar que semejante desprecio por las tareas manuales no tuviera como correlato un estatus elevado del trabajador. Como es sabido, la esclavitud ocupó el rol preponderante, aunque no el único, en las relaciones laborales del mundo antiguo. Aristóteles (Política, 1.4.2) definía al esclavo como una “posesión animada”; siglos más tarde el romano Varrón (De las cosas del campo, 1.17.1) lo hacía en términos de un “instrumento parlante”. Para los antiguos, el esclavo era simplemente un requisito indispensable de la vida civilizada. Hasta tal punto dependía la sociedad antigua de sus esclavos que una de las anécdotas que citaba el historiador Nicolás de Damasco (Fragmente der griechischen Historiker, 57) sobre la crueldad de Periandro, un célebre tirano de Corinto en el siglo VI a.C., era que había prohibido a sus ciudadanos la compra de esclavos y los tenía ocupados constantemente con trabajos públicos.

El esclavo era considerado un ser eminentemente inferior, cuya contraparte necesaria era el amo. Eumeo, el mayoral de Odiseo, afirmaba que los esclavos perdían la mitad de su fuerza desde el momento en que eran esclavizados (Odisea, 17.320-323). Aristóteles (Política, 1.5.10), por su parte, afirmaba que la naturaleza había hecho diferentes los cuerpos de los libres y los de los esclavos: los de estos eran fuertes para el trabajo, mientras que los de los otros eran útiles para la vida política. De esta forma se complementaban, pues sin la dedicación de los primeros a las “ciencias serviles”, difícilmente pudieran los segundos dedicarse a la vida política. Incluso los ciudadanos más pobres aspiraban a tener esclavos, como demostraba un inválido ateniense que vivía de la ayuda estatal y se quejaba de no poder comprar uno (Lisias, En favor de un inválido, 6). Poseer pocos esclavos –o ninguno– era ya un signo de pobreza absoluta, como demostraba el poeta Catulo (Poemas, 23.1) al burlarse de un tal Furio por no tener ningún sirviente.

La esclavitud estaba tan arraigada entre los griegos que cualquier noción de un mundo sin esclavos era retrotraída hacia tiempos inmemoriales. Según los griegos, en aquel entonces eran las mujeres las que realizaban tareas propias de esclavos: atendían los quehaceres de la casa y se encargaban de moler el grano (Ateneo de Náucratis, El banquete de los eruditos, 6.263.b). A veces, era una fantasía absurda la que asumía aquel mundo libre de esclavos, uno en el cual los alimentos adquirían vida propia y se cocinaban a sí mismos, como se puede ver en una obra, perdida en su mayor parte, del comediógrafo Crates (6.267f).

No era la forma esclavista el único método de explotación del trabajo en la antigüedad; la forma asalariada era conocida también y estaba bastante extendida. Ya en Homero encontramos referencias a jornaleros (Ilíada, 18.551). Pero no hay que pensar que tuviera mucha mejor consideración que el esclavo, sino que incluso podía llegar a ser peor. Visitado por Odiseo, su antiguo compañero de armas, Aquiles le contaba que preferíría trabajar en el mundo de los vivos como un thes, el término griego para “obrero” o “jornalero”, que reinar sobre todos los muertos (Odisea, 11.4868-491). Lo notable del pasaje es que el ser más abyecto que podía imaginarse Aquiles no era un esclavo, sino un trabajador asalariado. En el mundo homérico, el thes era un paria que carecía de vínculos de parentesco con algún oikos, la casa solariega que era el centro de la vida social y económica de la Grecia arcaica. El esclavo, en cambio, si bien ocupaba el rango más bajo, al menos era considerado parte de la familia (Finley, 1978).

De todas formas, el trabajador asalariado compartía tantas cosas en común con el esclavo, que lo normal debía ser que los antiguos apenas los diferenciaran (De Ste Croix, 1988). Como ambos debían dedicar su tiempo al trabajo, estaban echados a perder, según el implacable razonamiento de Aristóteles (Política, 8.2.10-15). Además, trabajaban para otros, lo que de por sí constituía otra mancha vergonzosa (8.2.15-20). De la misma opinión era Cicerón (Sobre los deberes, 1.150) e incluso los filósofos estoicos, que si bien se oponían a la noción aristotélica de la esclavitud por naturaleza, definían al esclavo como una especie de “asalariado perpetuo”, según una definición del filósofo Crisipo (citado en Séneca, De los Beneficios, 3.22).

Segunda parte: El desarrollo histórico de las relaciones laborales

en el mundo antiguo

Esparta

Los espartanos son bien conocidos entre nosotros por su exigente vida militar y por su proverbial valentía. Probablemente los trescientos espartanos que lucharon hasta la muerte contra los persas en la batalla de las Termópilas (480 a.C.) sean el elemento más presente en el imaginario colectivo, en gran parte gracias al cine. Pero esta imagen es desgraciadamente incompleta. No solo murieron espartanos allí. Cuando los persas hicieron el reconocimiento de los cuerpos, dice Heródoto (8.25), pensaron que eran todos guerreros espartanos, sin darse cuenta de que allí también perecieron muchos hilotas.

Estos desafortunados hilotas que debían portar las armaduras y los bagajes de los espartanos no alcanzaron la fama posterior que sí lograron sus amos, pero ello no implica que fueran menos importantes. Más bien, eran la base material del estado espartano, ya que del fruto de su trabajo se mantenía la clase guerrera –y parasitaria– de los espartiatas (término utilizado para hacer referencia a la clase dominante de Esparta). Eran una propiedad inalienable del estado, podían formar una familia y debían trabajar las tierras a las que estaban ligados a cambio de entregar una parte de la cosecha (Oliva, 1983). Tal era el desprecio y la explotación que sufrían que el poeta elegíaco Tirteo (siglo VIII a.C.) los equiparaba directamente con asnos (5D).

Según el historiador Teopompo (Ateneo, 6.272a), su origen se remontaba a las poblaciones locales de Laconia –luego también de Mesenia–, en la península del Peloponeso, que fueron sometidas, a partir del siglo X a.C., por los invasores dorios, antepasados de la clase de los espartiatas. Si bien nosotros los distinguimos, los hilotas eran confundidos a menudo con simples esclavos por el terrible trato que recibían, con una crueldad que repugnaba incluso a otros griegos (posiblemente porque los hilotas eran considerados griegos, no bárbaros a los que era lícito esclavizar). Dado que numéricamente eran muchos más que los espartiatas –que nunca pasaron de más de 10.000– había que mantenerlos sometidos bajo el terror. Los jóvenes espartiatas, por ejemplo, debían realizar, como parte de su educación, la pavorosa prueba de la krypteía, que consistía básicamente en asesinar a cualquier desafortunado hilota con el que se cruzaran, según cuenta Plutarco (Licurgo, 28.3-6). A esto habría que agregar también la declaración anual de guerra contra los hilotas que los éforos, los principales magistrados de Esparta, realizaban cuando asumían sus funciones (28.7); una palmaria muestra de que el militarismo espartano estaba dirigido antes al enemigo interior –la clase productora– que al enemigo exterior (Finley, 1984). Incluso los espartiatas no dudaban en dejar de lado su afamada valentía para cometer los actos más viles y cobardes que el mundo antiguo hubiera de conocer, como fue en su momento seleccionar a los hilotas más valientes y destacados –y por ende más peligrosos– haciéndoles creer que serían liberados, para luego hacerlos desaparecer de la faz de la tierra, según Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso, 4.80.3-4).

A pesar de este clima de terror, de todas las formaciones sociales de la antigüedad es probable que fuera en Esparta donde el conflicto social era más patente. Antes que a sus enemigos extranjeros, los espartiatas temían a los hilotas, ya que estos aprovechaban cualquier ocasión para un levantamiento, lo que determinaba que a veces las campañas en el exterior del ejército espartiata se interrumpieran. Una de las sublevaciones más famosas fue la ocurrida en el año 464, cuando un gran terremoto destruyó la ciudad de Esparta. En esa oportunidad, según el relato de Tucídides (1.100.2), los hilotas, junto con los periecos,2 se sublevaron y se refugiaron en el monte Itome, un lugar estratégico en el centro de Mesenia. Resisitirían allí por espacio de diez años. Otra revuelta importante fue la de Cinadón, a principios del siglo IV. Tal odio sentían los conspiradores por los espartiatas en aquella ocasión que muchos de ellos declararon que gustosamente se los comerían crudos (Jenofonte, Helénicas, 3.3.6-7). Interrogados los denunciantes de dónde sacarían los rebeldes las armas, señalaron que entre el pueblo había muchos puñales y espadas, e incluso hachas y hoces, herramientas propias de los labradores, que podían utilizarse tranquilamente como armas de guerra. El testimonio es elocuente acerca del peligro que suponía para la clase dominante espartiata unas comunidades de campesinos y artesanos que poseían algún tipo de forma de organización social independiente.

Atenas

Si el régimen político y social espartano se basaba en el sojuzgamiento de comunidades campesinas, los atenienses apelaron principalmente a dos mecanismos para el mantenimiento de su comunidad de ciudadanos: por un lado, a la explotación sistemática a gran escala de esclavos-mercancía en todas las ramas de la economía (Hunt, 2018); por el otro, al levantamiento de un estado imperial que rapiñó sin piedad a las demás ciudades griegas (Finley, 2008). Fueron estas dos formas de opresión las que hicieron posible los avances más radicales de la democracia ateniense; pero como ocurre con el ardor guerrero de los espartanos, esto es lo que más suele recordar el mundo moderno, sin parar mientes en la siniestra estructura social subyacente.

En este sentido, uno de los malentendidos más lamentables en la historia de las relaciones laborales en la antigüedad ha sido la tradicional subestimación del trabajo doméstico, calificado generalmente como “improductivo”. En los últimos tiempos, el auge de los estudios sobre la mujer y el mundo del trabajo vino felizmente a corregir tal error. La realidad es que ya los propios antiguos no se engañaban al respecto y le otorgaban a las tareas domésticas un rol esencial. Una de ellas, por ejemplo, era la confección de ropa, generalmente realizada por mujeres esclavas, cuya instrucción en tales menesteres debía estar dirigida por la mujer de la casa, según las instrucciones de Jenofonte (Económico, 7.41). Otra tarea esencial era la preparación de las comidas, un aspecto en absoluto menor. Durante la guerra del Peloponeso (Tucídides, 2.78.3), por ejemplo, cuando las tropas espartanas asediaron la ciudad de Platea, dentro de ella había apostados cuatrocientos soldados y ciento diez mujeres, encargadas de preparar la comida.

En lo que hace a la industria, la presencia de esclavos está más que atestiguada, algo que sabemos sobre todo en el caso de los más famosos oradores: el padre de Isócrates hizo una considerable fortuna gracias a que poseía un taller de flautas trabajado por esclavos (Pseudo Plutarco, Isócrates, 1); el padre de Demóstenes poseía más de treinta esclavos en un taller de espadas y otros veinte en uno de sillones (Contra Áfobo, 9); y Lisias y su hermano Polemarco poseían ciento veinte esclavos heredados del taller de escudos de su padre (Contra Eratóstenes, 19). En la agricultura, por su parte, la posesión de esclavos estaba bastante extendida entre los propietarios medianamente opulentos. El manual de Jenofonte daba por sentado que la mano de obra de la finca era esclava y, posiblemente, bastante numerosa, ya que debía ser dirigida como si fuera un ejército (Económico, 5.16). Otros pasajes del manual nos hablan también de la posibilidad de encadenar a los esclavos (3.4) –una técnica que los romanos luego perfeccionarían– y de la existencia de dormitorios específicos para esclavos separados según sexo (9.5). Además, un discurso anónimo, generalmente atribuido a Demóstenes, menciona una violenta toma de garantías durante un proceso judicial en el cual los deudores se apoderaron de cincuenta ovejas y de dos pastores esclavos (Contra Evergo y Mnesibulo, 52). Por su parte, una perdida comedia de Menandro, El labrador, hacía alusión a un rico granjero que vivía junto a sus esclavos (1.5.57).

Si insistimos sobre estas evidencias es porque en los últimos tiempos se extendió mucho la idea de que Atenas habría sido básicamente una “sociedad campesina”, relativamente igualitaria, en la cual la explotación de esclavos habría sido marginal (Meiksins Wood, 2000). La realidad es que las fuentes disponibles no avalan tal suposición: estas casi ni mencionen la existencia de campesinos pobres en el Ática; más bien, los autores antiguos han tendido a identificar a los agricultores con los sectores más ricos de la sociedad, en contraposición a los pobres, de origen urbano. Es el caso de Aristófanes (La asamblea de mujeres, 198), cuando menciona que los pobres quieren expandir la flota, mientras que los ricos y los georgoi, “labradores”, no estaban por la labor. Asimismo, no parece ser que el trigo (el producto fundamental del campesinado de subsistencia) fuera el principal cultivo en el Ática, sino aquellos más rentables comercialmente, como los olivares o la vid. Un labrador de Aristófanes (La asamblea de mujeres, 817) se jactaba de haberse ganado unas cuantas monedas de bronce gracias a la venta de sus uvas, hecho lo cual se dirigía luego a comprar harina, un producto mayormente importado. Además, teniendo en cuenta los altos niveles de población del Ática, no habría habido espacio suficiente en esta región para albergar a un campesinado de subsistencia. La mayoría de los pobres no vivía en el campo, sino en la ciudad, y la gran mayoría de los labradores debía contar con mano de obra esclava, en mayor o menor medida (Hunt, 2018).

Cabe señalar también que de la utilización de mano de obra esclava para las labores agrícolas en Grecia ya tenemos el testimonio del siglo VII a.C. de Hesíodo. Este autor lo trata como un hecho común y corriente para su época, al recomendar que los esclavos se encargaran del cultivo del cereal (Trabajos y días, 598). Es precisamente en la figura de Hesíodo donde podemos apreciar las particularidades del “campesino” griego. En primer lugar, no se trataba de un productor “primitivo” que viviera en una aldea comunitaria regida por lazos de parentesco y de reciprocidad. Más bien al revés, el relato de Hesíodo da muestras ya de una sociedad atravesada por fuertes contradicciones sociales, donde según él reinaba la envidia generalizada entre los vecinos (21-26). La apropiación privada y la enajenación de la tierra se encontraban desarrollados hasta tal punto que llegaban a desgarrar los lazos parentales: Hesíodo se quejaba de que su propio hermano, Perses, le disputara judicialmente la herencia de su padre. No sorprende en este sentido que advirtiera sobre el peligro de depender de la solidaridad de otros: era mejor fabricarse todo lo necesario en casa y no depender de nadie (407-410). Ni siquiera es seguro que hubiera una “aldea”: si bien se menciona la aldea de Ascra como escenario del poema, no parece ser predominante el patrón de residencia nuclear, sino más bien uno relativamente aislado, acorde a las prácticas de intensificación agrícola que practicaba Hesíodo y que se vuelven a ver en época clásica: cultivo de trigo con bueyes y asnos, cultivo de la vid y explotación de ganado (además de que la prospección arqueológica en Grecia ha encontrado mayormente granjas aisladas, no aldeas).

La presencia de esclavos también se verifica en las obras públicas atenienses. En las inscripciones del Erecteón figura que aproximadamente un tercio de la mano de obra utilizada en su construcción era esclava, principalmente la de menor calificación, como albañiles y carpinteros (Inscriptiones Graecae, 1.2,374 col.2,5ss). También había, ciertamente, ciudadanos y metecos (extranjeros) que trabajaban codo a codo con los esclavos, tanto en las obras públicas como en los talleres. Pero donde el trabajo esclavo era utilizado en forma exclusiva y a escala monumental –se supone que habría habido allí treinta mil esclavos– era en la explotación minera del Laurión, base fundamental de la economía ateniense. Sabemos a ciencia cierta de la existencia de talleres mineros de treinta esclavos (Demóstenes, Excepción contra Panténeto, 37.4) y de que algunos de los más afamados políticos atenienses, como Nicias, llegaron a tener hasta mil esclavos trabajando en las minas (Jenofonte, Los ingresos públicos, 4.14). Tan importantes eran estas minas que un proyecto de Jenofonte proponía que el estado ateniense comprara esclavos públicos –hasta llegar a la cifra de tres por cada ciudadano ateniense– que extrayeran la plata y mantuvieran así a la población urbana (Los ingresos públicos, 4.17; 30-31).

La plata era la principal exportación ateniense y con ella Atenas construyó la flota más grande y poderosa del mundo griego. Aquí se encuentra el otro puntal de la economía ateniense: el imperio. Con el pretexto de juntar fondos para el mantenimiento de una fuerza naval que repeliera una nueva invasión persa, Atenas impuso una pesada tributación sobre una gran cantidad de ciudades griegas, principalmente de las islas del Egeo y del Asia menor. El tesoro de esta alianza militar se encontraba en la isla de Delos, hasta que en el año 454 los atenienses decidieron trasladarlo a su ciudad, en lo que ya era una muestra descarada de que los fondos eran usados para su propio beneficio. El propio Pericles podía afirmar sin tapujos que la fuerza de Atenas dependía de este pillaje sobre sus aliados (Tucídides, 2.13.2). El mayor beneficiario de la política imperialista era la plebe urbana, ya que su sustento estaba en los empleos que daba la flota, como señalaba amargamente un opositor al régimen democrático (Pseudo Jenofonte, La república de los atenienses, 1.2). Además de la flota, estaban todos los cargos públicos retribuidos, algo así como veinte mil según los cálculos de Aristóteles (Constitución de los atenienses, 24.3), donde se incluían desde jueces, arqueros, tropas de caballería, guardianes funcionarios, magistrados y hoplitas, hasta los huérfanos.

Naturalmente que cualquier ciudad que quisiera salirse de esta “alianza” se enfrentaba lisa y llanamente a la aniquilación: Eyón, Esciro, Naxos o Melos son solo algunas de las ciudades destruidas y esclavizadas por el poderío ateniense. No sólo nadie podía salirse sino que el imperio debía expandirse cada vez más para poder mantener a toda esta población parasitaria. Así fue, por ejemplo, como se decidió la desastrosa expedición ateniense a Sicilia durante la Guerra del Peloponeso, impulsada por una plebe urbana ávida de rentas, según Tucídides (6.24.3). No puede sorprender a nadie entonces que cuando estalló esta guerra, Esparta captara la simpatía de la mayoría de las ciudades griegas y pudiera presentarse como libertadora de Grecia, pues la mayoría de las ciudades o quería sacarse de encima a los atenienses o temía caer bajo sus garras (Tucídides, 2.8.5).

A diferencia de los hilotas, los esclavos-mercancía no formaban comunidades y eran vendidos y comprados individualmente. Dada la ausencia de grandes revueltas, es probable que el desarraigo sufrido les impidiera alguna forma de resistencia colectiva. Esta llegaba solo a la huida, aunque esta no fue para nada un fenómeno menor. Durante la Guerra del Peloponeso, los esclavos atenienses aprovechaban cualquier signo de debilidad para pasarse al bando enemigo. El general Nicias, al mando del cuerpo expedicionario ateniense en Sicilia, se quejaba amargamente por carta de que a medida que se acumulaban los reveses, los esclavos se pasaban al enemigo (Tucídides, 7.13.3). Posiblemente el golpe más duro que los esclavos le propiciaron a sus amos haya sido la gran huida de las minas del Laurión, en torno a los veinte mil según Tucídides (7.27.5). Se trató de un golpe crucial a la economía ateniense, absolutamente dependiente como era de la extracción de plata.

Roma

Hasta cierto punto, la historia romana confirma los mismos lineamientos que antes observábamos en Esparta y en Atenas: la preservación de la comunidad y de sus integrantes llevaba de suyo la conquista y el sometimiento de otras comunidades. No obstante, la historia de Roma y de su expansión imperial presentaría un punto de inflexión, pues este principio rector terminaría degenerándose. El campesino, que hallaba una cierta protección en su ciudadanía y en su servicio militar, se encontrará finalmente privado de ambos escudos, lo que permitió a las clases privilegiadas la explotación de su mano de obra interna (Finley, 1982).

Las desgracias de los campesinos romanos fueron a la par con la expansión imperial. Si las primeras campañas militares romanas en la península itálica respetaban todavía el calendario agrícola, en el sentido de que se realizaban durante los períodos del año en que no se trabajaba en la granja, las posteriores campañas de ultramar que fueron sometiendo todas las regiones del Mediterráneo quebraron directamente esta relación. Ausentes por largas temporadas de sus campos, los campesinos terminaban perdiendo sus propiedades. En múltiples ocasiones, algunos líderes aristocráticos se percataban de esto y procuraban ganarse el favor del pueblo mediante la denuncia de la miseria del campesinado, como hizo Tiberio Graco (Plutarco, Tiberio y Cayo Graco, 9.4-5).

Sin embargo, la cada vez más crítica situación del campesino le importaba un pimiento a la mayoría de la clase terrateniente romana, que vio incluso como una interesante oportunidad el despoblamiento de los campos itálicos para extender aún más sus propiedades. El poeta satírico Juvenal definió bien las ambiciones de la aristocracia cuando, al referirse a la humilde propiedad de un campesino como el que supo describir Virgilio en Las Geórgicas, señalaba que esa extensión de tierra no alcanzaba ni para un jardín (14.172). A veces el campesino, que antes era propietario de su tierra, pasaba a ser un simple arrendatario –en esencia, un trabajador dependiente–, obligado a enviarle algunos cabritos de regalo al nuevo dueño, como se quejaba el campesino Meris en la novena bucólica de Virgilio. Posiblemente en la mayoría de los casos era directamente expulsado y reemplazado por esclavos, en un proceso cuyas causas últimas supo ver con bastante agudeza el historiador Apiano (Historia romana, 1.7): los ricos confiaban más en los esclavos, que no podían ser movilizados militarmente, para conformar el personal de sus haciendas, lo que traía como consecuencia el desempleo forzoso de muchos hombres libres (Scheidel, 2012). Situaciones como esta fueron las que impulsaron en su momento a Julio César a imponer a quienes criaran ganados en Italia que tuvieran entre sus pastores no menos de una tercera parte de jóvenes libres (Suetonio, Vidas de los doce Césares, 1.42.1).

En el “arte” de la inversión y explotación de esclavos, fueron sin duda los romanos quienes nos legaron las indicaciones más detalladas. Autores como Catón, Varrón, Columela o Paladio fueron leídos y estudiados en la Antigüedad, en la Edad Media e incluso hasta el siglo XIX, principalmente por los plantadores esclavistas del Nuevo Mundo, quienes supieron sacar de allí provechosos consejos. El primero de estos se ocupó con especial fruición de brindar unos cálculos que permitieran un uso eficaz de la mano de obra esclava. Así, Catón recomendaba regular las comidas según el esfuerzo laboral: 4 libras de trigo durante el invierno, aumentar a 5 libras cuando cavaran la viña y luego de esto bajar nuevamente a 4. Como acompañamiento podían usarse aceitunas pasadas que ya no sirvieran para elaborar aceite, y cuando estas se acabasen, residuos de pescado y vinagre (55-57). De más está decir que no se trataba de platos muy apetitosos ni nutritivos. La tacañería de Catón, ya célebre entre los propios romanos, llegaba a extremos absurdos, como su consejo de confeccionar la ropa de los esclavos con remiendos (13.5), o directamente siniestros, como cuando aconsejaba deshacerse de los esclavos viejos o enfermos (3.7). Se preocupaba también, según Plutarco (Catón, 21.4), de que los esclavos estuvieran siempre enemistados entre ellos, no fuera a ser que se pusieran de acuerdo y tramaran alguna maldad contra su amo.

No todos eran tan crueles. Columela, por caso, era más sutil: apelaba a la manipulación psicológica. Los trataba amistosamente y consultaba con ellos sobre nuevos trabajos y emprendimientos. De esta manera, en un descubrimiento que no tiene nada que envidiar al nuevo management, los esclavos trabajarían más motivados y hasta supondrían, tal vez, que por su propia iniciativa (La labranza, 1.8.15). Otro notable gesto de “humanidad” de Columela era su decisión de eximir del trabajo a aquellas esclavas que tuvieran tres hijos, y de brindar la libertad a aquellas que tuvieran más (1.8.19), una práctica que al mismo tiempo que le granjeaba fama de generoso le brindaba gratuitamente nuevos esclavos (y los más valiosos –denominados vernae– ya que al nacer en cautiverio no habían conocido “el sabor” de la libertad). Pero además de estas innovaciones, de las que parecía estar bastante orgulloso, Columela no se olvidaba naturalmente de aconsejar pasar revista a menudo a los esclavos del ergástulo –una especie de prisión, habitual en las grandes haciendas itálicas– para comprobar si han sido correctamente encadenados (1.8.16). Estos ergástulos estaban tan extendidos por Italia que dos emperadores, Augusto y Tiberio, los hicieron inspeccionar, pues se sabía que incluso muchos ciudadanos libres eran secuestrados en los caminos, vendidos como esclavos y arrojados luego a estas siniestras cárceles (Suetonio, Vidas de los doce Césares, 2.32; 3. 8).

En relación a las formas de resistencia, Roma sí se enfrentó a grandes rebeliones de esclavos –alguna de ellas, como la de Espartaco, constituyeron una seria amenaza para el estado– pero fueron fenómenos aislados que no parecen haber concitado demasiado la solidaridad del resto de la población (Bradley, 1998). Un caso paradigmático es el de las revueltas antiserviles en Sicilia, a finales del siglo II a.C. El gran desarrollo del latifundio esclavista en esta isla la volvió un terreno fértil para este tipo de explosiones. En ocasión de la segunda guerra servil, entre los años 104 y 100, los ejércitos de esclavos asediaron varias ciudades sicilianas. En una de ellas, en Morgantina, hicieron un llamado explícito a los esclavos urbanos para que se sumaran a la lucha contra sus amos y consiguieran la libertad, pero como los amos de la ciudad les ofrecieron lo mismo si los defendían de los atacantes, estos esclavos prefirieron luchar del lado de sus propietarios (Diodoro de Sicilia, 36.4.8). Dado que ni siquiera había mucha solidaridad entre los propios esclavos, no cabía esperar tampoco demasiada confraternidad entre estos y los pobres libres: los jornaleros y los campesinos desposeídos de Sicilia aprovecharon el contexto de guerra para saquear las propiedades de los ricos, matando a cualquiera que se les cruzara por el camino, fuera libre o esclavo (36.4.11).

Si bien el ciudadano romano nunca había adquirido las mismas ventajas que la democracia le otorgó a su contraparte ateniense, la ciudadanía era un importante reaseguro contra las formas de explotación más severas. No obstante, este escudo protector se fue deshilachando con el correr de los siglos, un proceso que se agudizó sobre todo a partir del final de la república. Ya a principios del siglo II d.C. el cuerpo ciudadano estaba partido entre ciudadanos de primera (honestiores) y ciudadanos de segunda (humiliores), lo que abría las puertas a la explotación de la mano de obra interna. Los humiliores podían ser sometidos a castigos que habían sido tradicionalmente considerados propios de esclavos, como la tortura. En este punto, el principio de una comunidad que para reproducirse debía someter a otras y arrojar sobre ellas la carga del trabajo llegaba a su fin. Asomaba un nuevo principio basado en la división de la propia comunidad en clases sociales, en la cual las diferencias socioeconómicas tendían a coincidir con las categorías jurídicas (Teja, 1977). La desintegración del imperio romano de occidente en el siglo V y el posterior fracaso de los reinos romano-germánicos que lo reemplazaron acentuarían aún más este proceso. En un contexto en el cual la esfera pública se había desintegrado y la soberanía se encontraba fragmentada, desaparecía incluso la noción de “hombre libre”, reemplazada por una compleja estructura de relaciones sociales en la que la gran masa de la población trabajadora y campesina se encontraba subordinada a unos señores locales. Nacía así la sociedad feudal y junto con ella, nuevas relaciones laborales.

Referencias

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– (1982). Esclavitud antigua e ideología moderna. Crítica.

– (1984). Esparta. En Uso y abuso de la historia (pp. 248-272). Crítica.

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– (2008). El imperio ateniense. En La Grecia antigua (pp. 60-84). Crítica.

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Teja, R. (1977). Honestiores y humiliores en el Bajo Imperiohacia la configuración en clases sociales de una división jurídica. Memorias de Historia Antigua, 1.

Vernant, J.P. (1973). El trabajo y el pensamiento técnico. En Mito y pensamiento en la Grecia Antigua (pp. 242-301). Ariel.


1. Otros penetrantes análisis basados en las premisas de Marx en Padgug (1982) y Anderson (2007).

2. A diferencia de los hilotas, los periecos eran libres y podían tener propiedades, pero no tenían derechos políticos. Se dedicaban a las actividades vedadas para los espartiatas, como el comercio y la industria.