Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, nº 21
septiembre 2022 - febrero 2023
ISSN 2313-9749
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

Reflexiones en torno del trabajo en la Edad Media


Corina uchía
ORCID: 0000-0002-0147-4844  

Instituto de Historia de España - Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Cita recomendada: Luchía, C. (2022). Reflexiones en torno del trabajo en la Edad Media. Archivos De Historia Del Movimiento Obrero Y La Izquierda, (21), 101-115. https://doi.org/10.46688/ahmoi.n21.374

Resumen: Este trabajo propone una reflexión general sobre las diferentes estrategias de subordinación de la mano de obra, los modos de organización de los dominados y la conflictividad social en el feudalismo occidental. Asimismo, se analizarán las transformaciones históricas que se producen a lo largo de la Edad Media y que se traducen en las diversas valoraciones del trabajo y de los trabajadores, así como en la emergencia de nuevos actores y relaciones de producción.

Palabras clave: trabajo – trabajadores – relaciones de producción – feudalismo

Reflections on labor in the Middle Ages

Abstract: This paper proposes a general reflection on the different strategies of subordination of labor, the modes of organization of the producing classes and social conflict in western feudalism. It will also analyze the historical transformations that took place throughout the Middle Ages and that resulted in the different valuations of labor and workers, as well as in the emergence of new actors and relations of production.

Keywords: labor – workers – relations of production – feudalism

Recepción: 30 de abril de 2022

Aceptación: 14 de junio de 2022

* * *

Así como los sistemas precapitalistas en general ofrecen un escenario rico de comparación para comprender la singularidad de diversos aspectos del actual régimen social, el feudalismo en particular permite conocer su origen. Como afirma Marx en sus agregados a la tercera edición de El Capital, “la estructura económica de la sociedad capitalista surgió de la estructura de la sociedad feudal”, cuya disolución “ha liberado los elementos de aquella” (2004, p. 893). La prehistoria de la clase obrera moderna es en cierto modo la historia de las comunidades campesinas feudales y de sus productores, sobre los que concentraremos la atención en esta contribución. Para ello, partimos de una serie de interrogantes. ¿Qué valor se le asigna al trabajo en el sistema de representaciones feudal? ¿Quiénes, dónde y cómo trabajan? ¿Cuáles son sus formas de organización? Y, por último, ¿qué transformaciones experimenta el mundo del trabajo en el contexto transicional? En las páginas que siguen pretendemos ensayar algunas respuestas.

¿El cielo o el pan?

La iglesia, como gran laboratorio ideológico del feudalismo, tuvo una posición ambivalente respecto de la labor productiva que se expresa en sus distintas valoraciones a lo largo de la alta Edad Media (s. V-X), la fase de expansión (s. XI-XIII) y el proceso de crisis y descomposición del sistema (s. XIV-XVI). “No solo de pan vivirá el hombre”; la temprana ética medieval recupera aquellos pasajes del Deuteronomio que ponderan la vida contemplativa por encima de la terrenal. Si en los primeros tiempos, los autores cristianos vinculan la actividad laboral con el castigo divino impuesto por el pecado original, las transformaciones de la dinámica social y de la propia institución eclesiástica de los siglos XI al XIII impulsan la rehabilitación del trabajo como vía para alcanzar la redención. Dentro de la concepción difundida por el clero francés de una sociedad dividida en tres órdenes que cumplen funciones agradables a dios –“en este mundo unos oran, otros combaten y otros trabajan […] todos a su turno ayudando a todos” (Duby, 1980, p. 12)–,1 los labradores adquieren una dignidad que actúa como justificación del trabajo productivo (Guriévich, 1990) y con ella, de la propia explotación señorial.

En este modelo, la clase dominante es relevada del esfuerzo laboral, de manera que el ocio se convierte en un rasgo fundamental del ethos nobiliario. Para que el clero y la aristocracia guerrera puedan dedicarse a la oración y a la “heroica haraganería” (Marx y Engels, 2006, p. 377), otros deben proveer su sustento. En este sentido, la subordinación del trabajo no solo es producto de una concepción teológica basada en la culpa originaria; también es “una medida social destinada a imponer una considerable distancia entre el señor y el proceso de trabajo” (Morsel, 2008, p. 225). La débil cohesión entre los opuestos, que se expresa en la separación material de las clases sociales,2 será ratificada por un régimen jurídico fundado en el privilegio.

“Al contrario de la moral burguesa de la acumulación, un noble se distingue por su capacidad para gastar y distribuir” (Baschet, 2009, p. 123), pero aquello que se consume con ostentación es producido por “esa desgraciada categoría social” que “no posee nada que no haya obtenido con su duro trabajo”.3 De este modo, quienes contribuyen con sus manos aprecian su función frente a las clases ociosas. La valoración medieval del hacer productivo contempla tanto su contenido económico, como su dimensión moral. Desde la perspectiva eclesiástica, el trabajo se afirma como cumplimiento de la voluntad divina para alcanzar el cielo; desde la perspectiva profana de las relaciones de producción es el medio para alcanzar el pan.

Trabajo campesino: coacción y autonomía

El trabajo campesino se realiza en el marco de la jurisdicción señorial, es decir en el territorio social en el cual un señor ejerce el mando sobre la población. En este sentido, los señores no son “meros rentistas del suelo” y su poder “no se reduce a un mero derecho de propiedad”, en la medida en que “incluye siempre a los hombres, cuya actividad productiva organizan en parte” (Morsel, 2008, p. 242). Es entonces un poder de naturaleza política el que permite que los dominados entreguen el tributo en especie, en prestaciones de trabajo, o en su conmutación en dinero.4 En todos los casos, la coacción y el dominio personal que cada señor ejerce sobre los productores lejos de ser elementos superestructurales relegados del análisis del modo de producción, tal como sostiene la perspectiva estructuralista (Haldon, 1998), constituyen determinaciones sustanciales de la relación de explotación. La fuerza militar y el poder judicial son los atributos de los que se valen los dominantes, dada la ausencia de mecanismos estrictamente económicos que transmitan el plustrabajo a las aristocracias. El resultado de esta modalidad específica de organización precapitalista es esa “amalgama jurídica de explotación económica con autoridad política” que describe Perry Anderson (1996, p. 147).

Los campesinos disponen de la tierra dentro de unidades domésticas que son a su vez unidades de producción y de consumo, en las que la generación de excedente y el trabajo reproductivo aparecen indiferenciados.5 Las parcelas individuales explotadas por el conjunto familiar proveen de sustento a los hogares y de los productos necesarios para satisfacer las rentas que exige la clase señorial. Junto con ellas, los espacios comunales son un complemento estratégico de estas economías, aportando recursos indispensables como los pastos, la madera y la leña. En la medida en que se encuentran en posesión de los medios de producción, los tributarios tienen el control inmediato del proceso productivo, sobre el que la aristocracia no interviene directamente.6

Nuevamente, la comparación con las relaciones de explotación capitalistas contribuye a elucidar la singularidad de la forma feudal. Si los agricultores “controlan el uso de los medios de producción, a diferencia de lo que ocurre en el sistema actual, donde los instrumentos de producción se encuentran en un espacio distinto a la residencia del empleado y pertenecen al empleador” (Morsel, 2008, pp. 225-226), la externalidad de los señores es manifiesta. Puesto que la clase dominante no ordena ni supervisa cotidianamente la actividad de los campesinos, solo mediante la aplicación de diferentes modalidades de coerción extraeconómica es posible arrancarles el excedente.

Sin embargo, el poder señorial es un condicionante omnipresente que interfiere cada vez más en la vida campesina. En el contexto de la expansión feudal, instalaciones fundamentales para el desarrollo de las faenas agrarias, como hornos, molinos y forjas se convertirán en un monopolio del dominus, gravando su uso con nuevas imposiciones.

Si bien los aldeanos deciden qué producir y de qué modo, al final del ciclo los espera el recaudador señorial al que deben entregar parte del resultado de su esfuerzo.

La obligación tributaria a la vez que reduce la plena disposición de los recursos por parte de los productores también disciplina su trabajo, en la medida en que deben organizar su labor contemplando las exigencias de los dominantes. En palabras de Baschet, “al ejercerse anterior y posteriormente, la dominación señorial enmarca con fuerza la actividad productiva que, no obstante, es realizada libremente por los dependientes, en el marco de la comunidad aldeana” (2009, p. 148). La especificidad de este régimen social en el que el campesinado goza de una relativa autonomía respecto del proceso de trabajo así como de sus estrategias de reproducción,7 siempre que pague las distintas rentas, tendrá efectos significativos sobre las formas de cohesión y la acción política de los dominados.

El papel de la comunidad

La organización comunitaria feudal adquiere un papel histórico fundamental en un doble sentido. Por un lado, sirve como marco –y en cierto modo como instrumento– de la relación de explotación, dado que los señores se apoyan en ella para imponer las exacciones tributarias; por otro, actúa como plataforma de las luchas campesinas. Las prácticas comunes que sostienen esta forma de agregación social dan lugar a sólidas instituciones que durante siglos expresarán la conciencia de los intereses propios (Hilton, 1984). De este modo, la centralidad que adquieren las comunidades en el occidente europeo incide en la configuración identitaria.

Si la condición de trabajadores no parece ser la inmediata autopercepción de los dominados, la pertenencia a la tierra en la que viven y producen y, con ello, al colectivo de pares con los que interactúan de manera cotidiana forja una identidad que es al mismo tiempo social y política (Martín Viso, 2020). En este sentido, la comunidad rural dota a sus miembros de cohesión frente a los extraños, sean éstos los vecinos de otros núcleos aldeanos o la propia aristocracia feudal. Sin embargo, este aspecto pone de manifiesto uno de los límites que encuentra la unidad de los tributarios frente a la clase explotadora. El marco local, en el que se construyen y desde el que se conciben los vínculos sociales constriñe la acción campesina; de allí que, durante siglos, la fragmentación y la individualización sean las formas predominantes de los conflictos de clase. No obstante, con las agudas transformaciones de finales de la Edad Media que abrirán el proceso de transición, la comunidad será la caldera de una insubordinación generalizada que trascenderá esos pequeños mundos rurales. Antes de detenernos en esta cuestión es necesario precisar la incidencia de estas entidades en el trabajo campesino.

La organización de las actividades productivas genera las condiciones para el surgimiento y la fortaleza posterior del tejido comunitario. El aprovechamiento de pastos y las prácticas de recolección que, como señalamos, complementan los ingresos de los hogares, exigen acuerdos para armonizar los usos y evitar desequilibrios. Mientras que en las parcelas individuales el proceso de trabajo está en manos de cada productor, en los ámbitos colectivos la gestión comunitaria es indispensable. El reparto de las cuotas de recursos que pueden extraerse de los montes y bosques, la asignación de turnos y del número de animales que cada vecino puede llevar a pastar al campo comunal son algunas de las tareas prioritarias de las instituciones locales. Si bien la explotación de estos términos no está exenta de rivalidades, la existencia de estas regulaciones potencia la cooperación entre los productores y consolida el protagonismo de las comunidades.

Como anticipamos, la aristocracia se apoya en las entidades campesinas para la extracción del tributo; de allí que sean ellas las responsables de confeccionar los padrones fiscales, repartir las rentas y asegurar su recaudación. Para cumplir esta función, la comunidad –y sus sectores dirigentes– debe garantizar que cada uno de sus miembros pague las cantidades asignadas de acuerdo con su nivel patrimonial. Quien evada sus obligaciones descargará ese peso sobre las espaldas de sus vecinos. Como resultado de este sistema, las comunidades se convierten también en un arma del poder feudal que genera divisiones y provoca enfrentamientos internos. De este modo, la colaboración y la competencia son dos tendencias contradictorias que atraviesan la vida del campesinado sujeto a la dominación feudal.

Si hasta aquí el mundo de los trabajadores es predominantemente rural, la expansión del feudalismo de los siglos XI al XIII dinamiza un espacio en el que se desarrolla un tipo de trabajo cualitativamente diferente. Los burgos medievales serán escenario de una especial actividad productiva que engendra un nuevo sujeto.

Trabajo artesano: el orgullo en el objeto

En el contexto del resurgimiento urbano de la plena Edad Media, las ciudades son la sede de un pujante desarrollo artesanal destinado a satisfacer la demanda de la clase de poder. En contraste con la producción en serie de manufacturas, los artesanos medievales elaboran piezas únicas de carácter semiartístico a pedido del consumidor aristocrático, cuya función semiótica es exhibir la superioridad social de la clase señorial (Astarita, 1992).

El trabajo artesanal se enmarca en estructuras gremiales que organizan la labor de los distintos oficios. Al igual que las comunidades rurales, los gremios forman parte de un fenómeno extendido de encuadramiento asociativo en el que se gestan las solidaridades de los diferentes grupos (Monsalvo Antón, 2002). Cada corporación es encabezada por un maestro, encargado de dirigir a los oficiales calificados y a los jóvenes aprendices que atraviesan la etapa formativa. Toda la actividad productiva está orientada a garantizar la reproducción simple del artesano, de manera que tanto la acumulación como la competencia son ajenas a la lógica gremial.8 De este modo, el uso de materiales más baratos para disminuir costos, la realización de trabajo nocturno o el incremento del número de trabajadores para aumentar la producción están explícitamente prohibidos en los estatutos que rigen cada oficio (Menjot, 2010). La calidad de las materias primas y los procedimientos técnicos empleados son controlados por las estructuras gremiales que sostienen su posición dentro del entramado de poder urbano en el prestigio adquirido a través de sus obras.9

Así como las mercancías permiten la ostentación de los compradores privilegiados, también expresan el orgullo de sus creadores. Mientras el obrero en la sociedad capitalista “pone su vida en el objeto; pero aquella ya no le pertenece a él, sino al objeto” y, de este modo, “se le enfrenta como algo hostil y ajeno”, el artesano medieval se reconoce en el objeto, en tanto en él se manifiesta su personalidad y su potencia creadora. Lejos de la “desrealización del trabajador” que supone que “el trabajo exista fuera de él, como algo independiente, ajeno a él” (Marx, 2006: 107), en la labor artesanal surge una conciencia de la dignidad del trabajo que eleva moralmente a sus realizadores.

No obstante, la cohesión interna de los gremios también se verá afectada por contradicciones. Si al comienzo, la subordinación es aceptada como parte del largo camino que lleva a la formación de los artesanos, también será fuente de conflictos por las condiciones laborales y, en algunos casos, por la búsqueda de su emancipación –“el sueño del taller propio”– que los enfrentará a sus superiores. El joven aprendiz de ayer pretende ser el consagrado maestro de mañana. Esta lucha social se diferencia tanto de la que se produce entre señores y campesinos, como de la que desde finales del siglo XIV enfrentará a los asalariados con sus empleadores.

Desposesión campesina y mano de obra rural

Pese a la existencia de notables aportes en torno del proceso transicional que se abre a finales de la Edad Media, algunos problemas permanecen abiertos. ¿De qué modo los tributarios que poseen su parcela individual y disfrutan de los aprovechamientos comunales se convierten en los asalariados modernos? El proceso histórico de separación del productor de sus medios de producción que constituye el contenido de la llamada acumulación originaria presenta diferentes modalidades. En este sentido, la expropiación absoluta como requisito para la aparición de las relaciones capitalistas en el ámbito agrario fue puesta en discusión por quienes advirtieron la importancia de los fenómenos de semidesposesión, que informan el carácter híbrido de esta etapa.10 En este sentido, si la libertad y la desposesión total de la mano de obra son las condiciones del capitalismo maduro, no lo son de los procesos de acumulación que lo preceden.

Junto con el papel corrosivo del tributo que ha debilitado “a la gallina que ponía los huevos de oro para el castillo” (Dobb, 1984, p. 65), la privatización parcial de la propiedad colectiva impacta negativamente sobre las economías campesinas. Desde mediados del siglo XIV, la ofensiva que los sectores privilegiados lanzan sobre los términos comunales es un fenómeno masivo de alcance europeo. La generalización de las usurpaciones que anulan los aprovechamientos comunitarios –antecedente de la política decimonónica que convierte “un derecho consuetudinario de los pobres en monopolio de los ricos” (Marx, 2007, p. 39)–, responde a la lógica extensiva de la expansión feudal y, en menor medida, a la actividad del segmento rico de las comunidades vinculado a la producción mercantil simple. El destino y la modalidad de la explotación de los espacios apropiados se diferencian de acuerdo con la condición de los agentes privatizadores, pero las consecuencias de estas actuaciones sobre el conjunto de los productores son similares. Señores, oligarquías urbanas y campesinos enriquecidos avanzan sobre los derechos aldeanos limitando el acceso a los recursos. Sin embargo, la tenaz resistencia de las comunidades impide la plena privatización; la permanencia de espacios comunales hasta bien entrada la etapa moderna es prueba de ello.

Extenuados por la presión del tributo y debilitados por la pérdida de derechos consuetudinarios, los más pobres se ven obligados a trabajar para otros a cambio de un salario que permita complementar su subsistencia. Serán jornaleros agrícolas más o menos estacionales o artesanos domésticos que trabajarán “a pedido” de mercaderes-empresarios en el marco de la industria rural a domicilio. En todos los casos, el salario que perciben tiene una particularidad: no cubre la totalidad de las necesidades de su reproducción. Dado que el campesino dispone todavía de algo de tierra individual y del usufructo de los comunales, es posible que el precio del trabajo sea inferior al coste de las mercancías necesarias para que pueda vivir en condiciones de trabajar; es decir, puede estar por debajo del precio de los medios de vida indispensables que definen el salario en el capitalismo. Esta situación extraordinaria que favorece los embrionarios procesos de acumulación de capital explica “la ambivalencia constitucional” de este tipo de trabajadores (Astarita, 1998, p. 40). Comienzan a ser asalariados, sin dejar de ser campesinos.11

¿Quiénes demandan esta mano de obra parcialmente desposeída? Junto con la habitual contratación de obreros agrícolas para tareas estacionales en los dominios señoriales, a finales de la Edad Media emerge un grupo dinámico de agentes acumuladores que intervienen en la producción agraria y en las artesanías rurales. En el centro de este fenómeno se ubica el proceso de diferenciación social que atraviesan las comunidades, en el que una minoría rica y con poder se desprende de sus pares; de allí que la mirada desde las organizaciones comunitarias sea clave para comprender los cambios que se producen en el mundo del trabajo y de la producción.

Si, como demuestra el estudio de los primeros siglos capitalistas, la expropiación del campesinado no se traduce mecánicamente en su plena proletarización, en las fases transicionales la venta de la fuerza de trabajo tampoco implica la constitución de un proletariado rural permanente (Clemente Quijada, 2020). Por el contrario, las dificultades que afectan tanto la reproducción inmediata como las cadenas intergeneracionales dan lugar a estrategias híbridas. En el marco de familias nucleares con una fuerte tendencia a la endogamia, la herencia, la constitución de nuevos hogares y el endeudamiento crónico tienden a fragmentar las tenencias campesinas hasta un punto en el que resultan inviables como unidades de producción. La búsqueda de recursos para instalarse en el futuro impulsa a los labradores jóvenes a contratarse como jornaleros en los años previos a alcanzar la edad matrimonial. En este caso, el trabajo asalariado no constituye una posición estructural, sino un medio coyuntural para que los hijos puedan convertirse en lo que son sus padres. Las urgencias cotidianas y las necesidades de las nuevas generaciones son elementos clave de la emergencia de relaciones laborales caracterizadas por la fuerte inestabilidad de la oferta de mano de obra.

“Obligados a servir”: coacción y trabajo asalariado

La oposición entre el carácter “personal” del dominio feudal y el carácter “económico” de la subordinación del trabajo “libre” en el capitalismo, si bien responde a los rasgos generales de ambas formas sociales, no permite reconocer la historicidad de las respectivas relaciones de dominación. Si la impronta de la “racionalidad moderna” impide una adecuada comprensión del significado que asume la contratación de trabajadores en las sociedades premodernas (Banaji, 1997, p. 86), el análisis de la multiplicidad de formas de sujeción de la mano de obra y de sus variados modos de retribución permitirá identificar las estrategias flexibles que adopta la explotación en el feudalismo tardío (Colombo, 2020). Para ello es necesario considerar que la servidumbre y el trabajo asalariado pueden coexistir dentro de la institución señorial, puesto que el dominio personal sobre los productores es compatible con su remuneración en dinero. En condiciones de un mercado de trabajo irregular e imperfecto, la convergencia de elementos coactivos y contractuales resulta un medio adecuado para “el sometimiento global de la clase de los productores” (Colombo, 2020). La considerable sofisticación que exhiben los propietarios precapitalistas en el uso de la mano de obra y en la estructuración de la oferta de trabajo (Banaji, 1997) revela un escenario de relaciones yuxtapuestas.

La prehistoria de los “trabajadores libres en el doble sentido que ni están incluidos directamente entre los medios de producción –como sí lo están los esclavos, siervos de la gleba, etcétera–, ni tampoco les pertenecen a ellos” (Marx, 2004, pp. 892-893) es la de esos campesinos que de manera oscilante participan de las relaciones salariales, en condiciones aun no capitalistas. En todos los casos, el vínculo que los une con los empleadores dista de ser estrictamente libre y puramente económico. Como sostiene Feller, el “trabajador y su dueño están ligados, el uno al otro, por deberes recíprocos a pesar de la importancia que toma el dinero en su relación” (2015, p. 291).

La endémica competencia entre los propietarios por contar con brazos suficientes para sus actividades productivas los lleva a ofrecer distintos estímulos extra monetarios –como el otorgamiento de cuotas de aprovechamiento de los mismos pastos que han sido usurpados a las comunidades–, así como a imponer coacciones sobre la movilidad de los cuerpos. En este sentido, la generalización de una legislación laboral represiva revela los obstáculos que encuentran las aristocracias y los nuevos agentes acumuladores en este período. A mediados del siglo XIV, dos regiones con desarrollos desiguales como Inglaterra y Castilla sancionan una serie de leyes tendientes a disciplinar una mano de obra renuente a ofrecer sus servicios. En 1349, el parlamento inglés, compuesto de terratenientes que cada vez más se volcaban a la contratación de trabajadores asalariados en desmedro de las prestaciones serviles (Hilton, 1984), establece que todos los hombres y mujeres del reino, de cualquier condición, que sean hábiles y menores de sesenta años, “estarán obligados a servir a quien haya considerado oportuno buscarlos”; a la vez que persigue con especial severidad a los “mendigos sanos” que se nieguen a trabajar. La cárcel será el destino para quienes “en lugar de ganarse la vida mediante el trabajo, prefieran mendigar en la ociosidad”.12 La misma orientación exhibe el ordenamiento castellano de 1351 que castiga el “vagabundeo” e impone a toda la población activa la obligación de salir a las plazas “con sus herramientas y sus viandas” para ser “alquilados” como labradores.13

Los poderes feudales bajomedievales también intentan limitar el nivel de los salarios que, producto de la escasez de trabajadores, tiende a elevarse en perjuicio de las clases propietarias. Esta cuestión generó diversas reacciones entre los empleadores: mientras los señores impulsaron las medidas restrictivas, la posición de los campesinos acomodados no fue tan favorable. Quienes carecían del poder coactivo solo podían apelar al ofrecimiento de mejores y más altas remuneraciones para atraer jornaleros. De igual modo, muchas de las familias campesinas cuyos miembros más jóvenes se ocupaban como obreros agrícolas obtenían beneficios con la suba de salarios, pese a que también tuvieran que pagarlos.14

La prisión, el destierro, los castigos físicos y las prestaciones forzadas forman parte de las sanciones para quienes violen las normativas, conducta para nada infrecuente en un contexto en el que existían medios alternativos de subsistencia. En este marco, el disciplinamiento de una mano de obra –estructuralmente inestable y funcionalmente oscilante– es el objetivo que persiguen las reglamentaciones laborales dictadas por las monarquías feudales (Colombo, 2020; Poos, 1983). A diferencia de las leyes de pobres de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, este tipo de coacciones tenían el efecto ambivalente de servir en lo inmediato a las necesidades de la clase señorial y, en el largo plazo, de favorecer la lógica de la acumulación protocapitalista. Si una centuria atrás el poder prescribía que “ningún omne ande sin señor”, con la apertura de los procesos transicionales, ese señor puede tener nuevas caras. En definitiva, el surgimiento de una clase parcialmente desposeída que debe ser compelida al trabajo no es ajeno a la propia dinámica del feudalismo. Como toda forma social clasista, en la reproducción contradictoria de este régimen social se generan las condiciones de su negación. Pero este proceso demandará siglos, en los cuales el conflicto de clases ocupará cada vez más un papel protagónico.

¡Luchar, vencer…!

Como advierte Marc Bloch, la revuelta agraria es inherente al sistema feudal como la huelga lo es al capitalismo (1978). Las resistencias cotidianas que expresan esa cultura tradicional rebelde (Thompson, 1984) frente a las distintas formas de opresión se combinan con los grandes levantamientos que, con desigual alcance y proyección, ponen en jaque el orden social. Flandes en 1323, Francia en 1358, Florencia en 1378, Inglaterra en 1381; diversas coyunturas y múltiples motivaciones inmediatas producen la activación de campesinos dependientes y libres, jornaleros y artesanos.15 Si la composición es heterogénea, los objetivos también lo son, dando lugar a un panorama poliédrico del conflicto social en el que se expresan diversos antagonismos (Monsalvo Antón, 2016). Sin embargo, esta masa abigarrada de rebeldes hace más que aquello que enuncian como propósito de su lucha. En el levantamiento inglés de 1381 hegemonizado por el campesinado rico, el célebre sermón atribuido a uno de sus líderes, el sacerdote rural John Ball, actualiza un tópico arraigado. “Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿dónde estaba el caballero?” se lanza como un desafío contra los opresores. Pero esta idea no es solo una invectiva. La tradición bíblica es recuperada para elevar la consideración de los trabajadores, poniendo al descubierto el carácter parasitario de quienes se apropian de su esfuerzo.

Si bien la mayoría de las rebeliones son aplastadas militarmente por los ejércitos regios y las huestes nobiliarias, los efectos de la derrota no son unívocos. Las grandes insurrecciones se desarrollan en un contexto de conflictos cotidianos entre las clases que dan cuenta de las contradicciones que atraviesa el sistema. Como señala Monsalvo Antón, “es compatible un fracaso coyuntural con un éxito estructural” (2016, p. 294). Cuando los campesinos rechazan la creciente presión tributaria y cuando defienden sus propiedades comunales, están atacando un atributo sustantivo del régimen de explotación feudal –el tributo– y dificultando su reproducción –la expansión sobre el espacio–. “No lo saben, pero lo hacen”, y eso que hacen se corresponde con aquello que son.

El ejercicio tan frecuente en la historiografía medieval que consiste en evaluar la conflictividad feudal desde la perspectiva de la lucha de clases en el capitalismo vacía a los sujetos de su historia. Las revueltas medievales no son ni “estallidos irracionales” como propala la historiografía reaccionaria, ni movimientos “conservadores” como afirman quienes ven en la historia un proceso lineal. Por el contrario, cada vez más estudios reconocen el papel activo de los dominados feudales, su capacidad de organización y especialmente su comprensión de la realidad sociopolítica en la que intervienen.

Sin duda, los rebeldes ingleses de 1381 o los aldeanos castellanos que defendían sus derechos colectivos no eran los jacobinos de 1793, ni los bolcheviques de 1917. Sus luchas, producto de una estructuración y dinámica diferentes de aquellas en las que se gestan las grandes revoluciones modernas, responden a las transformaciones históricas, a la vez que gravitan sobre ellas. Desde esta perspectiva, es pertinente recordar con Hilton “que el concepto de hombre libre, es decir, del hombre que no está sometido ni debe respeto a un señor, es uno de los más importantes, aunque intangibles, legados de los campesinos medievales a la posteridad” (1984, p. 312). Libres para ser explotados, pero también libres para luchar y vencer esa nueva explotación.

Breve reflexión final

Desde la década de 1990 el abandono de las preguntas que habían propiciado los grandes debates historiográficos ha orientado, en general, las investigaciones hacia el análisis fragmentario de la realidad de las sociedades medievales. Numerosos estudios de caso sobre cuestiones particulares adoptan un registro descriptivo que no logra proponer nuevas explicaciones.

Con excepción de los trabajos que revisan críticamente la dicotomía entre subordinación económica-contractual y dependencia personal-coactiva, el problema que abordamos en estas páginas no ha producido aportes novedosos. Si las relaciones de explotación, la lucha de clases y la transición del feudalismo al capitalismo concentraron el interés de gran parte de la especialidad durante el siglo XX, en la actualidad las preocupaciones parecen ser más modestas. Este cambio de escenario no es ajeno a los contextos políticos que condicionan la labor de los y las medievalistas. Indagar el pasado es también una forma de pensar el presente.

La historia une tanto como separa al campesino medieval, jurídicamente dependiente, sujeto a las obligaciones tributarias pero en posesión de sus medios de producción y al trabajador asalariado, materialmente desposeído pero tan legalmente libre que cuando el capital prescinde de él tiene la libertad de “hacerse enterrar, morirse de hambre” (Marx, 2006, p. 123). El análisis de las formas que adquiere la subordinación de la mano de obra en el feudalismo y de los procesos que llevan al surgimiento del trabajo asalariado en la baja Edad Media permite correr el velo de “las leyes naturales eternas que rigen al modo de producción capitalista” (Marx, 2004, p. 950) y restituir a la clase trabajadora su propia historia.

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Menjot, D. (2010). El mundo del artesanado y la industria en las ciudades de Europa occidental durante la Edad Media (siglos XII-XV). Catharum. Revista de Ciencias y Humanidades, 11, pp. 5-18.

Monsalvo Antón, J. M. (2002). Aproximación al estudio del poder gremial en la Edad Media castellana. Un escenario de debilidad. En la España Medieval, 25, pp. 135-176.

– (2016) Los conflictos sociales en la Edad Media. Síntesis.

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Seccombe, W. (1992). A Millenium of Family Change. Feudalism to Capitalism in Northwestern Europe. Verso.

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Wickham, Ch. (2018). Aproximaciones marxistas a la Edad Media: algunas cuestiones y ejemplos. Nuestra Historia, 6, pp. 91-107. Disponible en https://revistanuestrahistoria.com/numero-6.


1. Se trata de un modelo ideal difundido entre los círculos intelectuales más elevados que no permea la vida de las comunidades, ni tiene consecuencias prácticas sobre la dinámica socioproductiva.

2. Como señala Georg Lukács, “toda sociedad precapitalista presenta económicamente una unidad mucho menos coherente que la capitalista […] en ella la independencia de las partes es mucho mayor, su interdependencia económica menor y más unilateral” (1985, p. 136).

3. Patrología latina (1944-1967), ed. de J.P. Migne, tomo 141, pp. 781-782, Garnier.

4. “Era en el señorío en donde el excedente de producción o trabajo procedente de las explotaciones campesinas se transfería, en dinero o en especie, de quien carecía de poder a quien lo ejercía” (Hilton, 1984, pp. 50-51).

5. La publicación de la obra de Silvia Federici (2015) sobre los cambios en las posiciones de género en el contexto de la acumulación originaria de capital ha estimulado la reflexión sobre el papel del trabajo reproductivo en el modo de producción feudal y la incidencia de las mujeres en el proceso de asalarización de la mano de obra.

6. En el feudalismo, “son los productores (normalmente familias campesinas, a veces pequeños artesanos) quienes controlan el proceso de trabajo, y el excedente es extraído de forma completamente abierta, independiente de cuánto está justificado por ideologías locales”, (Wickham, 2018, p. 99).

7. Autonomía material que se expresa también en el plano del trabajo reproductivo y en el menor control que los poderes feudales ejercen sobre los cuerpos de las mujeres campesinas, en contraste con la férrea vigilancia que se impone sobre las privilegiadas. Un trabajo pionero sobre estas cuestiones: Seccombe, 1992.

8. “Al trabajar, el maestro no se preocupaba en absoluto del lucro sino de asegurarse una existencia digna” (Guriévich, 1990, p. 294).

9. Paulino Iradiel afirma que “la reglamentación interna del trabajo realizada por las asociaciones de oficios, las diversas formas solidarias y asistenciales, las medidas restrictivas en la fijación de la capacidad de producción y en la disponibilidad de la oferta, el control de los aprovisionamientos y de los precios y calidades entre sus miembros fueron todos ellos elementos esenciales en la expansión de la economía manufacturera en unas condiciones de débil desarrollo de las fuerzas productivas” (1984, p. 61).

10. Lenin advierte: “En nuestras obras se comprende a menudo con excesiva rigidez la tesis teórica de que el capitalismo requiere un obrero libre, sin tierra. Eso es del todo justo como tendencia fundamental, pero en la agricultura el capitalismo penetra con especial lentitud y a través de formas extraordinarias diversas” (1957, pp. 176-177).

11. “Los trabajadores asalariados agrícolas se componían en parte de campesinos que valorizaban su tiempo libre trabajando en las fincas de los grandes terratenientes, en parte de una clase independiente –poco numerosa tanto en términos absolutos como relativos– de asalariados propiamente dichos” (Marx, 2004, p. 896).

12. Statute of Labourers (1351), disponible en: avalon.law.yale.edu/medieval/statlab.asp.

13. Cortes de León y Castilla (1863), t. II, p. 76, Real Academia de la Historia.

14. “Muchos de los campesinos o artesanos industriales eran patronos al tiempo que cabezas de familia, aportando algunos de los miembros de la misma salarios por el trabajo realizado fuera del ámbito familiar. Los ingresos familiares del patrono campesino o artesano se veían, así pues, incrementados, a la vez que disminuidos, a causa de las subidas salariales” (Hilton, 1984, p. 203).

15. En Flandes, campesinos ricos y artesanos de las ciudades convergen contra la opresión fiscal y el dominio oligárquico. La Jacquerie francesa es el paradigma de movimiento armado campesino de carácter antinobiliario, del que participan también los sectores descontentos de la baja nobleza. El motín florentino de los Ciompi expresa la activación de los trabajadores no calificados de las industrias textiles que, inflamados por las cada vez más insalubres condiciones laborales y la falta de derecho de agremiación, se levantan contra las oligarquías urbanas.