Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, nº 22
marzo 2023 - agosto 2023
ISSN 2313-9749
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

Composición de clase e historia interna de los dirigentes sindicales chilenos de los años 60. Notas sobre una encuesta obrera de 1963


Luis Thielemann Hernández
ORCID: 0000-0003-4666-2491  

Universidad Finis Terrae. Santiago de Chile , Chile

Cita recomendada: Thielemann Hernández, L. (2023). Composición de clase e historia interna de los dirigentes sindicales chilenos de los años 60. Notas sobre una encuesta obrera de 1963. Archivos De Historia Del Movimiento Obrero Y La Izquierda, (22), 149-165. https://doi.org/10.46688/ahmoi.n22.406

Resumen: A partir del análisis de los resultados de una encuesta realizada a la mayoría de los dirigentes sindicales de las grandes ciudades de Chile (Concepción, Santiago y Valparaíso) en 1963, se hace un ejercicio de proyección, tanto de la historia interna como de la composición de clase del movimiento obrero de la primera mitad de la década de 1960. El estudio da cuenta de un movimiento obrero de fuertes y ásperas nociones sobre las diferencias de clases, crítico de la política y que concibe su enemistad con el patrón a un nivel fundamental, desde lo específico a lo general, de forma normalizada y razonada. Así, se discute y complejiza la imagen del movimiento obrero del período y predominante en cierta historia social, destacando su particular clasismo y politización.

Palabras clave: composición de clase – sindicalismo – movimiento obrero – encuesta obrera

Class composition and internal history of Chilean union leaders in the 1960s. Notes on a 1963 labor survey

Abstract: From the analysis of the results of a survey made to the majority of the union leaders of the great cities of Chile (Concepción, Santiago y Valparaíso) in 1963, a projection excercise is made, both of the internal history and of the class composition of the labor movement of the first half of the 1960s. The study gives an account of a labor movement of strong and harsh notions about class differences, critical of politics and that he conceives his enmity with the boss at a fundamental level, from the specific to the general, in a normalized and reasoned way. Thus, the image of the labor movement of the period and predominant in certain social history is discussed and complexified, highlighting its particular classism and politicization.

Keywords: class composition – unionism – workers movement – workers’ enquiry

Recepción: 12 de julio de 2022

Aceptación: 1 de diciembre de 2022

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En el 2012, el historiador Gabriel Salazar publicó un grueso volumen denominado Movimientos sociales en Chile (Salazar Vergara, 2014). En él, es profundamente crítico del movimiento obrero, especialmente respecto de las luchas de las décadas de 1930 a 1973. Además de dedicarle una exigua cantidad de páginas, casi siempre en un tono de desmentido político, describe el estudio de las movilizaciones obreras como las de un movimiento social “aceptado” en las ciencias sociales, pues “acatan la constitución y las leyes”, casi distinto de campesinos o pobladores (Salazar Vergara, 2014, p. 435). En otros pasajes y respecto del desarrollo histórico del movimiento obrero local, sostiene que en el período descrito más arriba estuvo afectado por una “obsesión híper-salarial” (Salazar Vergara, 2014, p. 288), la que se expresaba en huelgas salariales constantes, gatilladas por la inflación, y que “le permitía […] confundir (él mismo o su partido) eso con la verdadera «lucha de clases»” (Salazar Vergara, 2014, p. 278). A esta realidad política del movimiento obrero la “corroboran los crudos hechos históricos”, y de inmediato el texto presenta una antología de citas a “todos los historiadores que han intentado analizar la historia política de Chile desde parámetros objetivos y desde una mirada «exterior»” (Salazar Vergara, 2014, p. 305). En su compilado de sentencias se establece un aparente consenso sobre lo desarticulados, fragmentarios y despolitizados que eran la clase obrera y el sindicalismo de las décadas centrales del siglo XX en Chile, y que habrían mantenido una relación con los partidos políticos en la que los dirigentes no eran más que “correa de transmisión” de las órdenes y razones de los partidos sobre el movimiento obrero. Que la política se delegaba en los partidos a cambio de la incidencia a su favor en el Estado. Para ello se cita a James O. Morris, Alan Angell, Peter de Shazo, Patrick Deppe, Francisco Zapata, Paul Drake y Guillermo Campero (Salazar Vergara, 2014, pp. 304-307). Si bien varios estudios historiográficos han puesto estas sentencias en duda para el caso local y regional1 y en otros momentos se ha demostrado la politización y radicalización del movimiento obrero en las luchas salariales de la década de 1960 (Thielemann, 2018, 2019), el conocimiento respecto de las subjetividades involucradas en el centro de tales procesos sigue siendo escaso. En ese sentido, versiones menos escandalosas de lo afirmado por Salazar siguen teniendo influencia (Carcamo, 2019; Iglesias-Vázquez, 2016). En específico, el problema de cómo era la historia “interna” del movimiento obrero de la larga década de 1960 sigue estando abierto.

El juicio al movimiento obrero por lo que hizo o no durante el siglo XX suele consistir en ponerlo a contraluz de la caricatura respecto de su rol teleológico, o de su protagonismo histórico garantizado a priori. Se le trata como a una objetividad compacta, que debiese atenerse a su evolución proyectada por ciertas teorías, o de lo contrario (y allí la trampa), desmentirse como categoría realmente experimentada. La aparición y hegemonía, por una parte, de los estudio de los movimientos sociales (centrados en las acciones y ciclos de protesta más que en el desarrollo subjetivo de sus protagonistas) y, por otra, el desarrollo de estudios que abarcan parte de la historia del movimiento obrero, pero en tanto apéndice de la historia de las empresas capitalistas (o de alguna de sus mercancías globalizadas), han ido eclipsando los estudios históricos que ubican la perspectiva desde el punto de vista de la clase obrera y su desarrollo en el tiempo. Destacando las investigaciones referenciadas más arriba, se debe insistir en lo poco que se ha hecho por conocer y menos aún por comprender la particular racionalidad e historicidad del movimiento obrero que protagonizó la larga década de 1960 y los años de la Unidad Popular (1970-1973). Pareciera que se le siguen asignando narrativas prefabricadas según la posición que se tome en el debate político respecto de aquellos años. En ese sentido, que el documento que se analiza en este escrito –la encuesta a dirigentes sindicales hecha por el INSORA en 1963– hasta ahora no se haya tomado en cuenta mayormente, no debería sorprendernos. Quienes sí lo han hecho, como Alan Angell hace ya cincuenta años, han propuesto explicaciones que sirven a estas alturas a modo de provocaciones para un programa de investigación, pero que no se profundizaron. Específicamente, la composición política del movimiento obrero, se estudia poniendo más atención a la política institucional y no tanto a la particular subjetividad obrera y clasista que, entre otros factores, se conformaba en la relación entre partidos, clase obrera, sindicatos y política en el período analizado.

Este trabajo se realiza buscando lo que Mario Tronti denominó “la historia interna de la clase obrera” de la década de 1960 en la región chilena. En las palabras del intelectual italiano, se intenta aportar antecedentes para una historia del movimiento obrero, y en general de la clase obrera del período y la región, “que reconstruya los momentos de su formación, las modificaciones de su composición, el crecimiento de su organización, según las varias y sucesivas determinaciones que la fuerza de trabajo asume en cuanto fuerza productiva del capital” (Tronti, 2001, p. 155). Parece ser, así vista, una forma de precisión metodológica de las orientaciones breves de E.P. Thompson. Este último había definido este proceso histórico de constitución en la lucha de clases de los obreros (y así del movimiento obrero) como uno continuo, autónomo y codeterminado por los conflictos con el capital y la consciencia histórica de los mismos (Meiksins Wood, 1995; Thompson, 1978). Es Sergio Bologna quien, en la revista de historia militante Primo Maggio, termina por afinar un concepto, ya introducido por Tronti en la década de 1960, para dicha metodología histórica “desde el punto de vista obrero” (Wright, 2017). Este fue la “composición de clase”, “una ganzúa que abre todas las puertas”, dijo Bologna. Entonces lo definió como “no sólo la composición técnica, la estructura de la fuerza de trabajo, sino también la suma y el entretejido de las formas de cultura y de los comportamientos, tanto de los trabajadores como de todos los estratos subsumidos al capital”. Según Bologna, todo el conjunto de experiencias por las que ha pasado un determinado grupo de obreros de un determinado lugar y tiempo, “todo ello se traduce en herramientas de lucha, en sabiduría política, en suma de subculturas que catalizan una con otra”. El choque de esas historias diversas al hacerse un grupo obrero en una determinada faena o empresa son parte del proceso de composición de clase (y que no es sino un proceso antagonista): “La maquinaria, la organización del trabajo, transmutan y sacan a la luz estos pasados culturales, la subjetividad de masas se apodera de ellos y los traduce en lucha, en rechazo del trabajo y en organización”.2

Es posible un ejercicio de esta historia, a partir de una primera entrada a la historia interna de la composición de clase del sector más y mejor organizado del movimiento obrero de la larga década de 1960, a través del documento “El pensamiento del dirigente sindical chileno. Un informe preliminar”, elaborado por el Departamento de Relaciones Laborales del Instituto de Organización y Administración de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Chile, redactado por Henrry Landsberger, Manuel Barrera y Abel Toro, y publicado en 1963 (Landsberger et al., 1963). Es una encuesta hecha a la mayoría de los dirigentes sindicales de las tres áreas urbanas más grandes de Chile (Santiago, Concepción y Valparaíso), sobre su posición social, su relación con los patrones y su visión del conflicto. En lo que sigue, se analiza la fuente descrita, a la vez que se pone en relación con otras fuentes respecto del movimiento obrero y sus movilizaciones del período, para enmarcar la información que la misma entrega. Mediante aquello, se busca dar una primera aproximación –notas– para conocer el pensamiento “situado” del sector más organizado del movimiento obrero del Chile del período, así como su concepción de las luchas por el salario y su relación con la política. Así también, es un ejercicio para poder empezar a comprender la particular composición de la clase obrera, y en específico de sus franjas organizadas, en un momento inicial (la primera mitad de la década de 1960) de uno de los períodos más intensos y definitivos de su historia local y global. Además, la fuente permite elaborar hipótesis exploratorias respecto de los contenidos de los procesos subjetivos que vivió en el período siguiente (1964-1973) el movimiento obrero, y respecto de cómo dichos procesos se portan y despliegan en y desde las luchas motivadas por los intereses más directos y materiales, como el salario. Por esta vía, se ofrecen bases para un relieve más preciso de aquella “rudeza pagana” del movimiento obrero, es decir, su frontalidad habituada al conflicto, su actitud clasista, más práctica que ideológica, aunque también.

La encuesta permite observar a un movimiento obrero de fuertes y ásperas nociones respecto de las diferencias de clase, crítico de la política y que concibe su enemistad con el patrón a un nivel fundamental, desde lo específico a lo general, pero de forma normalizada y razonada. El clasismo y la politización del movimiento obrero que da cuenta la encuesta muestran un particular perfil, que polemiza con las ideas de “dependencia” o “subordinación” que se han extendido sobre el movimiento obrero de la época, y más bien abre la posibilidad de observar una autonomía y un interés específico –de clase– al momento de incidir o participar en la política, y que se distancia del que tienen otras clases o los políticos profesionales. No hay desinterés, sino una forma parcial de interés. En esa forma específica del clasismo y la politización, se observa tanto una distancia y cierto resentimiento con los partidos, así como una lealtad ideológica y de respaldo electoral a aquellos partidos que a su vez son leales con la causa de sus sindicatos.

Relieves de la diferencia obrera

La encuesta del INSORA de 1963 y que analizamos acá consiste en el informe sobre entrevistas hechas a 231 dirigentes sindicales de organizaciones de base, de las ciudades de Concepción, Santiago y Valparaíso. Es una encuesta aplicada a una muestra sumamente representativa, pues los entrevistados resultan ser, en Santiago, casi todos los dirigentes de sindicatos de más de 500 afiliados, y la mitad de los de menos de esa cifra; mientras que en las otras dos ciudades se entrevistó a la casi totalidad de los dirigentes (Landsberger et al., 1963, p. 2). Como se dice en la introducción del documento, “se ha tomado al dirigente más cerca de las bases, que trabaja junto a los demás miembros del sindicato, y no al que se encuentra al nivel máximo de las centrales como la CUT, o de las federaciones” (Landsberger et al., 1963, p. 1). Más adelante se indica que incluso solo un 42% estaba relacionado a federaciones del ramo y a la CUT, mientras que el resto mantenía distintos tipos de lejanía formal con tales instancias. El grupo estudiado es lo que más propiamente se conoce como las dirigencias intermedias del movimiento obrero. Todos los entrevistados eran dirigentes de sindicatos industriales, no profesionales; es decir, no se contemplan organizaciones de empleados. Así, y aunque el informe de la encuesta deja poco lugar a las opiniones más subjetivas o en que los dirigentes se expliquen sobre la respuesta dada, no son pocas ni irrelevantes las conclusiones que podemos obtener para ofrecer un relieve básico del movimiento obrero de la primera mitad de la década de 1960.

Algunas notas sobre el universo representado por la muestra de la encuesta se hacen necesarias en este punto. En la industria urbana de la década existía una importante diversidad en las faenas, tanto en los tamaños de las industrias y talleres, así como en la estabilidad de las mismas. De todas formas, entre la construcción, la minería y las manufacturas se ocupaba entre un cuarto y un tercio del total de la fuerza de trabajo en 1965, mientras otro tercio lo hacía en servicios y comercio y el resto en el campo y otras labores. En el terreno específico de las manufacturas sabemos que la fragmentación del movimiento obrero estaba dada por la diversidad en los tamaños de las industrias. Este sector se distinguía entre sí tanto por la inmensa cantidad de establecimientos medianos y pequeños, o sea de menos de 200 trabajadores, que alcanzaba al 97% del total (y que es el menos analizado por esta encuesta), como por las diferencias entre un sector moderno y un sector tradicional, sectores que tuvieron a veces distintas orientaciones de clase según se agudizaba el conflicto durante la década de 1960 (Angell, 1974, pp. 51-66; Di Tella et al., 1967). La conformación de un movimiento obrero no estaba dada únicamente por la estructura. La identidad con una fábrica o incluso con una tarea estaba limitada por lo estacional de buena parte de los establecimientos. Muchas empresas cerraban en los períodos en que los efectos de la inflación enfriaban el consumo (tal y como había ocurrido a mediados de la década de 1950), lo cual, al igual que en el caso de los trabajadores por cuenta propia, mantenía a una parte importante de los obreros en tránsito entre distintas ocupaciones (Aranda y Martínez, 1970, pp. 68-70). Sobre esta base fragmentada y en permanente amenaza de colapso por los efectos de las crisis económicas, se erigía el movimiento obrero.

“Puede ser de interés dejar constancia de que los presidentes en su mayoría no son ni muy jóvenes ni muy viejos”, anotan al margen los redactores del informe, como si no fuera un dato de primera importancia. Según los datos de la encuesta, el 90% de los dirigentes tenían menos de 51 años en 1963. Más aún, esta juventud del sindicalismo se expresaba en que un 20% de los dirigentes era menor de 32 años. Esto era notorio en el período para los mismos sindicalistas. En 1962, en las reuniones regionales del XVI congreso nacional de la CUT, la prensa destacó “la elevada renovación de los cuadros dirigentes”, agregando que estos habían crecido en “un 50 por ciento”, siendo en su mayoría jóvenes.3

Pero, y como interesa destacar acá, la importancia de la particular juventud de los sindicalistas en 1963 abre la posibilidad de observar la historicidad de la composición de clase de la mayoría de los mismos. De esta forma, la juventud no era solo una garantía para la permanencia de una capa de organizadores del movimiento, sino también una comunidad de experiencias de clase que determinaba la subjetividad del movimiento. Cruzando los datos de la edad de los dirigentes, con los de años de servicio en la empresa en que trabajaban, se logra comprender que el 90% de los encuestados llevaba más de cuatro años empleado allí. En 1963 habían pasado 5 años desde el final de la Ley Maldita, y 15 desde que esta había comenzado a operar represivamente contra el movimiento sindical, en 1948. No es momento de profundizar acá, pero dicha legislación fue profusamente utilizada por los patrones y distintas reparticiones del Estado afines a los mismos, para amedrentar, contener o derechamente expulsar del mercado laboral formal, a los militantes más belicosos del movimiento obrero del período. Además de la expulsión de cualquier militante comunista de la política sindical, hubo cambios más duros. La policía política fue asignada a la vigilancia de los sindicalistas, con el derecho a vetar candidatos a dirigentes por la simple sospecha de ser comunista, lo que se utilizó a discreción por los patrones. En el sector público se prohibieron las asociaciones políticas y las huelgas se hicieron casi imposibles. Desde el Estado se vigilaron las cuentas y propiedades de los sindicatos. Según Alan Angell, “la persecución de los legítimos fines de los sindicatos se podía interpretar como crímenes en contra del Estado” (Angell, 1974, p. 69-70; ver también Stallings, 1979, pp. 31-32; y en especial Thielemann y Rodríguez Weber, 2022). Esa había sido la experiencia de buena parte de los dirigentes obreros de los años 60. Los mayores (entre los 32 y los 50 años) se habían formado en el sindicalismo durante los gobiernos radicales, habiendo ascendido como representantes en los peores años de la Ley Maldita. Para los más jóvenes (menores de 32 años), su mayor experiencia y formación había sido bajo la legislación antisindical, que terminó formalmente en 1958. De esta forma, y para una considerable porción de los obreros organizados, la confianza en la ley y la institucionalidad era algo, por lo menos, complicado; para los más radicales, imposible.

La dirigencia del movimiento obrero era educada. Muy por sobre el nivel de sus compañeros, además. El nivel de escolaridad era bastante elevado. Solo un 2% de los dirigentes no había estudiado (en comparación al 9% que era la proporción entre los obreros de base), y el 35% tenía educación escolar completa (respecto del 15% entre las bases), de la cual un tercio lo había hecho en humanidades y dos tercios en escuelas técnicas o industriales. Además eran especialistas en su área, por ende, respetados por las bases y por los dirigentes como obreros. El 69% de ellos estaba enrolado en cargos de nivel de “obrero calificado”. El objetivo de formarse era de importancia para los dirigentes, al punto que entre un tercio y la mitad de ellos completaron sus estudios cuando ya estaban trabajando e incluso ejerciendo como líderes sindicales. El de 1960 era un movimiento obrero que, si bien menos que en las décadas iniciales del siglo, mantenía la tradición ilustrada del movimiento obrero local (Devés, 1992; Arias, 2009). Así, leía y elaboraba textos políticos, producía una enorme cantidad de documentos (para cada congreso sindical del ramo, provincial o nacional; o incluso en cada sindicato y por cada conflicto con la empresa) y una buena cantidad de periódicos (los de la Construcción, del Cuero y el Calzado, del Cobre y de la misma CUT, eran los más conocidos), a la vez que promovía y apoyaba iniciativas deportivas, musicales y literarias que sus bases organizaban de manera autónoma respecto de la empresa o de los partidos.

A pesar de este nivel de formación, la mayoría de los dirigentes bien formados y calificados, no era se le entregaban roles de administración en la empresa. Según la encuesta del INSORA, en 1963 casi un 70% de los dirigentes sindicales no tenía responsabilidades de supervisión en sus lugares de trabajo. La situación se vuelve más dramática si se toma en cuenta que de ese grupo marginado de la administración el 63% eran obreros calificados. Si bien la segregación de los sindicalistas de la administración se puede comprender en la priorización del control de la empresa por parte de los patrones, tales objetivos políticos no parecen contradictorios, sino más bien integrados, a las estrategias para alcanzar los objetivos económicos. Por otra parte, en el período estaba en pleno auge la instauración de métodos tayloristas, de hiperintensificación productiva, conocidos como “racionalización productiva”. En general, en la época, la introducción de estos métodos de intensificación productiva en las relaciones laborales, en las jornadas y en las formas de composición salarial, generó una fuerte oposición y radicalización obrera. La resistencia fue mucho mayor que cualquier colaboración, en todo el mundo, y de forma particular en las industrias de la región del Cono sur, en donde toda la reforma de la composición orgánica del capital se cargó casi totalmente en la espalda de los obreros (Brennan, 1992; Pizzolato, 2011; Thielemann, 2018; Winn, 1990).

Esta probable desconfianza de los patrones hacia los dirigentes obreros para que asumieran tareas administrativas en la empresa se veía reforzada, además, con escasos esfuerzos por compensarlos con incentivos salariales. Así, según la encuesta, el 63% de los dirigentes sindicales declararon que ganaban un sueldo de nivel medio hacia abajo (menos de 100 escudos de la época), el cual, aseguraban, no les alcanzaba para mantener bien a su familia.

Ambos factores, bajos salarios y contención de los ascensos laborales, lejos de quebrar la moral del movimiento obrero, generaban una mayor identificación clasista de sus dirigentes. Esto debido a que el resultado de mantener pobres y en las tareas de las bases a las dirigencias sindicales generaba una comunidad de la experiencia en la composición del movimiento. Mientras un 54% de los dirigentes dijo que sus relaciones con sus compañeros de trabajo habían mejorado, un 74% dijo que sus relaciones con sus jefes no lo habían hecho, al contrario, un 29% de los dirigentes aseguró que las relaciones con el patrón empeoraron desde que entró al sindicato. Allí reside una de las explicaciones de persistencia de la identidad roja del movimiento obrero de la región, en donde la oleada global de radicalidad en las fábricas no se expresó en una crítica al sindicalismo histórico y ligado a los partidos comunista y socialista, como sí ocurrió en otras latitudes.

El clasismo de los obreros era, en términos de Mario Tronti, pagano. Su objetivo era mejorar su vida, y su identidad roja era el mejor método y también el mejor consuelo. La abrumadora mayoría deseaba que sus hijos fueran a la universidad (48%), tuvieran un título de nivel superior (11%) o bien obtuvieran una calificación para posiciones laborales de técnico (22%). En su mayoría, pensaban que lo más importante a enseñarle a sus hijos era “tener aspiraciones y ser esforzados” (54%) o bien “obedecer a los padres” (13%). Todo esto estaba lejos de los ideales del socialismo o la liberación, y más cerca del “sueño americano”. Pero, en general, eran sueños. Cuando la pregunta se trasladaba a sus propias vidas, los dirigentes sindicales creían que sus vidas no estaban mejorando. El 52% cree que le ha ido “más o menos bien en la vida”, y un 32% indicó que le ha ido mal. Tampoco había muchas esperanzas, aunque el pesimismo tampoco era la norma. Un 66% creía que en 5 años estaría solo un poco mejor que en el presente, y un 15% igual o peor. Cuando se les preguntó si tenían otros planes para su futuro fuera de la fábrica, un 23% dijo querer “independizarse”, pero un 59% respondió simplemente que “No”. Al parecer, la esperanza en la comunidad de la experiencia, aunque débil siempre en el bando de los obreros, no estaba del todo rota.

Contra el patrón y a pesar de la política

Cuando a los obreros se les preguntó por qué habían decidido acercarse al mundo sindical, y, una vez allí, convertirse en dirigentes sindicales, sus respuestas no dejan mucho lugar a dudas. Como se vio más arriba, el sindicalismo no era el lugar para conseguir ascensos laborales o mejoras salariales, sino todo lo contrario. Más de la mitad de los dirigentes había entrado buscando cambiar las condiciones de trabajo o de vida. Este grupo, el 51% de los dirigentes, se dividía entre un grupo que había entrado motivado por emprender el combate a “las injusticias” y “los malos tratos” (objetivos políticos, 17%), otro que lo había hecho para combatir y resolver problemas “económicos” y “materiales” de él y sus compañeros (objetivos económicos, 11%). Lo sorprendente es que el resto, un 23%, lo había hecho por ambos motivos combinados de forma indisoluble. La diferencia entre los dos tipos de fines o motivaciones del movimiento obrero y que tan absoluta le parecía a los historiadores antes citados, en realidad aparecía como inextricable para un cuarto del total de los dirigentes sindicales entrevistados, siendo así la principal de las razones de ingreso al sindicalismo de la época.

Si bien en varias preguntas los dirigentes reconocieron tener buenas o “más buenas que malas” relaciones con la gerencia de la empresa, más de la mitad de ellos pensaba que la actitud de esta hacia el sindicato era negativa. Así, algunos pensaban que la empresa no se preocupaba del sindicato de ninguna manera positiva (7%), otro observaba su actitud como tendiente a evitar el fortalecimiento de la organización obrera (27%) y cerca de un quinto de los dirigentes (18%) consideró que la gerencia “Trata, en lo posible, de eliminarlo, porque estima que el sindicato no es deseable”. Más aún, la mayor dificultad (43%) considerada por los dirigentes para “mantener relaciones agradables con los patrones o empresarios” estaba en la “actitud de la empresa hacia los obreros o hacia el sindicato”. De esta forma, a la empresa la consideraban simplemente en tanto contraparte. El compromiso con la producción no parece emerger de ninguna respuesta, y ya vimos que la empresa tampoco parecía buscarlo entre los dirigentes. Aunque muchos (78%) consideraban que la empresa iba bien o “extraordinariamente bien”, solo un 13% consideraba que esto era debido a la mano de obra. La mayoría aducía este bienestar –así como también la mala marcha– a la gerencia o a las maquinarias; en general, a decisiones ajenas a las capas directamente productivas. Lo que prima es un desinterés en la gestión. En un estudio hecho en 1966 sobre 517 pliegos de peticiones sindicales en Chile, solo en 159 se exigió algún tipo de participación obrera en la dirección de la empresa, y la mayoría de las peticiones apuntaba a participar en la definición de salarios y bonos (Espinosa y Zimbalist, 1978, p. 38). Fue a través de las luchas obreras, en la rápida evolución práctica de la agudización de la huelga salarial ilegal hacia la toma momentánea para presionar la negociación, que la política, y con ella la nada popular gestión de la empresa, se descubrió como una necesidad de clase (Thielemann, 2020).

La empresa era una otredad. Los dirigentes no sentían que esa buena marcha de sus empresas les tuviese que importar de alguna forma. Cuando se les preguntó “Si algo beneficiara a esta empresa en los próximos 2 o 3 años, ¿qué cree Ud. que pasará?”, el 66% consideró que gozaría “sólo una pequeña parte” (50%) o bien que “no habría nada para los trabajadores” (16%). Como ya vimos, la mayoría de ellos consideraba que su paga era baja y no les alcanazaba para el mes, menos para ahorrar. Todo ello, en el marco de una consideración mayoritaria de los mismos dirigentes de que las utilidades de la empresa eran “muy altas” (55%) o bien “medianas” (30%); y también (60%) de que “sin dificultad alguna” podría pagar salarios más altos. El resentimiento de clase se nutría de formas simples pero claras.

El distanciamiento social con la gerencia y los propietarios de la empresa que se lee en las respuestas de los dirigentes obreros se nutría de una comprensión que puede ser considerada como política. Es una elaboración desde la posición específica como dirigentes del movimiento obrero y también desde la experiencia de la relación capitalista general en tanto el cotidiano enfrentamiento con los patrones. No comenzaba como un asunto personal, pero finalmente también lo era. Para un 62% de los dirigentes “solo a veces” o “nunca” realmente la empresa se interesaba por su bienestar. Como también observó Peter Winn para el caso de la industria textil Yarur de Santiago de Chile, fue durante esta década de 1960 que entraron en crisis las relaciones paternales en las industrias más modernas de la región, abriendo paso a una lucha de clases bastante feroz hacia fines de la década (Winn, 2004). La distancia, además, estaba definida por una consciencia de la asimetría de poder de las partes en el conflicto laboral. Mientras el 90% consideró que las organizaciones patronales tienen “mucho poder”, solo un 10% creía aquello de las organizaciones sindicales.

Pero a pesar de esto, los dirigentes confiaban en las capacidades del movimiento para mantener abierta la disputa, con una normalización del conflicto muy notoria. Mientras un 56% consideró que la “petición más importante que el sindicato presentó el año pasado” había sido conseguido plenamente o bastante, el 45% creía que el de ese año sería “seguramente conseguido”, y un 46% consideraba que había posibilidades de ello. Solo un 9% era totalmente pesimista respecto a las posibilidades de la lucha por venir. Había, así, una especie de conformidad con la situación política de avances sostenidos del movimiento obrero, más aún con una experiencia a cuestas de haber perdido mucho durante la década anterior.

Al parecer, y como se ha visto en otros escritos citados más arriba, el clasismo, en tanto identidad sobre la experiencia de la diferencia obrera ante el interés de la empresa y del Estado, era un fenómeno que brotaba en el piso de la fábrica más que de agitadores externos o ideologías extremas, aunque no se puede infravalorar la importancia de unos y otras. Desde esa perspectiva, en la cual la experiencia de la lucha de clases es la condición sine qua non para la unificación política de la clase obrera y la que opermite su visibilidad como fenómeno histórico, más allá de su existencia estructuralmente medible (Meiksins Wood, 2000), resulta de todo interés el dato que se desprende de la encuesta del INSORA respecto de la estrategia ideal. Cuando a los dirigentes se les preguntó “¿Cuál ha sido la manera más eficaz por medio de la cual los trabajadores generalmente han logrado un mejoramiento de su situación?”, un aplastante 77% de ellos escogieron la alternativa “Actuando los trabajadores directamente frente a las empresas”, mientras que un 11 % escogieron hacerlo “a través del Gobierno”, “los Parlamentarios”, entre otras opciones. La opción por la lucha en la empresa y directamente contra la ganancia del patrón no era una enajenación respecto de la “verdadera política popular” (Salazar Vergara, 2014, p. 304), sino una definición aparentemente razonada por la mayoría de los dirigentes obreros.

Los dirigentes no eran inocentes respecto de la política ni de su relación con los partidos. Lejos de la sumisión acrítica o la delegación de la iniciativa política, existía una relación más compleja, como casi todo lo que se ha analizado hasta ahora. Solo un 10% de los dirigentes estaba conforme con el estado del movimiento hacia 1963. Del 90% restante, un 38% consideraba que la mala situación del sindicalismo se debía a la politización del movimiento y un 23% a “la falta de preocupación” de las organizaciones sindicales superiores (federaciones y la CUT). Pero a pesar de esta decepción con las organizaciones políticas, un mayoritario 43% decía confiar en el Frente de Acción Popular (FRAP), un 23% en la Democracia Cristiana (DC) (en una época que pregonaba ideales alternativos al capitalismo y de gestión “comunitaria” de las empresas), un 6% en los radicales y solo un 4% en la derecha. Por otra parte, un 19% declaró que ningún partido lo representaba. Estas proporciones se condicen con importantes variaciones respecto de otras mediciones de fuerza política en el interior del movimiento obrero. A la hora de participar de los congresos de la CUT, esta mayoría también se notaba, y cuando se eligió un año antes de la encuesta la composición política del ejecutivo de la Central, en 1962, el 73% votó por los partidos del FRAP y un 20% por la DC (Pizarro, 1986, p. 191).

Tal vez el dato que mejor exprese esta particular politicidad obrera de la larga década de 1960, su forma específicamente situada de observar la lucha de clases y actuar racionalmente para torcer su destino a favor de la parcialidad trabajadora, es el relativo a la forma en que opinaban de la política presente y cómo creían que ésta debía ser transformada. Respecto de los planes presentes pensados supuestamente en su beneficio (la encuesta menciona el Plan Decenal de Desarrollo Económico de 1961, impulsado por el gobierno de Jorge Alessandri), el 61% creía que los trabajadores gozarían “sólo una pequeña parte de los avances económicos”. Cuando, por otra parte, se les consultó “¿Cuál cree usted sería la forma más adecuada de conseguir el progreso económico-social que Chile necesita?”, solo un 0,8% quería mantener las instituciones como estaban; un 20% creía en los cambios graduales y un aplastante 77% de los dirigentes obreros creía que el progreso se podía conseguir “por medio de una reestructuración, si no total e inmediata, por lo menos a no mucho plazo, de las instituciones ya existentes”.

Conclusiones

Las conclusiones obtenidas de este trabajo permiten elaborar explicaciones del comportamiento del movimiento obrero de la década de 1960, que polemizan o complejizan ciertos consensos ya mencionados sobre el clasismo y la politización de estos colectivos durante el período indicado. Dado que la sindicalización aumentó mucho en todos los sectores, especialmente en el campo y la pequeña industria, desde mediados de la década de 1960, las conclusiones de este trabajo de 1963 deben extenderse con precauciones a los años siguientes, pues las dirigencias serían más y, tal vez, distintas. De ahí que deban considerarse como nuevas hipótesis.

Es posible entrever en las respuestas mayoritarias de los dirigentes sindicales cierta identidad en la experiencia obrera. Los salarios bajos y la expulsión de la dirección, su lejanía respecto del rumbo de la empresa, el resentimiento por el desinterés y acoso antisindical, la comunidad y cercanía con las bases obreras. Todo ello, en un período de fuerte ascenso de la huelga y la politización obrera en clave roja (Zeitlin y Petras, 1970), hacen visible lo que Meiksins Wood denominó la disposición a comportarse como clase e identificó como la forma en que se hacen visibles las clases (Meiksins Wood, 1983). El clasismo era un materialismo descarnado y a veces muy incómodo, pero, en sus relieves visibles en el documento, era el resultado del sentimiento de distancia con la empresa y sus razones, en una relación que no podía sino ser odiosa. Se verifican así algunos contenidos que están en la base de la radicalización obrera del período. La base concreta y parcializada de la imaginación política de los sectores que más se tomaron en serio el ascenso de la izquierda a lo largo de la década de 1960, se fraguaba al calor de la presión y distancia de la empresa.

La idea de una política obrera se hace legible a través de varias de las respuestas. Es una política en pos del interés obrero y, por tanto, no necesariamente en calce con las estrategias de los partidos marxistas. Aunque imaginan mayoritariamente una “reestructuración inmediata de las instituciones”, también lo hacían priorizando la mejora de sus condiciones de vida entendidas como mejoras materiales antes que todo. Hay razones para creer que esa idea de política obrera, en la que se combinaba en la lucha la conquista del interés directo con el cambio social profundo, se proyectó durante la década. Y también, que dicha política venía empalmando, no sin altibajos, con la propia construcción de la izquierda marxista en alternativa de masas para ser gobierno (Casals, 2010). En septiembre de 1972, nueve años después de hecha la encuesta del INSORA, el medio de prensa de los militantes del MAPU –El Compañero–, publicó una serie de entrevistas a dirigentes obreros de fábricas bajo control obrero en Santiago de Chile. Uno de los dirigentes de la textil “Sumar”, que ya llevaba un buen tiempo bajo control de la Unidad Popular, para defender el esfuerzo obrero en el período de intensificación militante de la producción del sector industrial estatizado, llamado “La Batalla de la Producción”, sostuvo: “La revolución, compañero, es una cosa muy concreta. Hay que puro mostrarle a la gente que la revolución no es puro blá-blá-blá. Que significa más trabajo y mejor billete. No todos se mueven por puros ideales”.4 La claridad de estas formas de observar la política desde la parte del movimiento obrero organizado, tanto la de los dirigentes de 1963 como en los de 1972, no tienen encaje en las categorías presentadas en la introducción y adosadas al movimiento obrero del período por algunos historiadores. Ni es posible pensar simplemente a los obreros organizados de la década de 1960 como meros apéndices de los partidos y sus ideas, ni su relación con el salario parece haber sido una simple o indiagnosticable obsesión. La figura de “lealtad contradictoria” que ha propuesto Angell (1972) para explicar la relación, si bien apunta a los elementos correctos, no logra profundizar en cómo funcionaba aquello en la composición subjetiva del movimiento obrero. Aunque no es posible resolver dicho problema historiográfico solamente con la encuesta estudiada, esta permite elevarlo como una cuestión a estudiar y resolver, y poner en duda los consensos, a la vez que ofrecer otras explicaciones a modo de hipótesis. Así, junto a otros documentos que iluminan la historia interna del movimiento obrero de la época, es posible proponer que la composición de clase de los dirigentes de base del movimiento obrero se expresaba en una comprensión política de razones parciales, es decir, toscamente de clase y clasistas, desinteresada o irresponsable del destino de otras clases, especialmente de la empresa, y que políticamente coincidía, en su mayoría, con la izquierda marxista en cierta idea, propia, de una “reestructuración inmediata de las instituciones” o una “revolución”. Así, sin estridencias ni romanticismos visibles.

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1. Como bien ha indicado Rolando Álvarez, aquello de la subordinación acrítica del sindicato al partido o al Estado también ha sido muy discutido para la región. Ver Álvarez Vallejos, 2010; Cury, 2018; Gaudichaud, 2004 y 2016; James, 2010. También, desde entonces hasta ahora, se han publicado otros trabajos que han complejizado el conocimiento del movimiento obrero de las décadas centrales del siglo XX en Chile. Por ejemplo Leiva, 2020; Pavilack, 2011; Schlotterbeck, 2018; En la revisión de Salazar se echan de menos trabajos conocidos y publicados para entonces, como por ejemplo Vergara, 2008; Winn, 2004. También se extraña que en la referencia a Francisco Zapata, no se mencionen textos en que el problema específico de la politización del movimiento obrero es puesto en cuestión, como, por ejemplo, Zapata Schaffeld, 1979.

2. Originalmente publicado como texto colectivo, “Otto tesi per la storia militante”, Primo Maggio, 11, 1977-1978, pp. 61-63. Solo después se reconoció la autoría de Segio Bologna. Traducido al español en Grigera (2012).

3. Las Noticias de Última Hora, 1 de marzo de 1962.

4. El Compañero, 11, septiembre de 1972, p. 4.