Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, nº 26
septiembre 2024 - febrero 2025
ISSN 2313-9749
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

Hacia una nueva historia internacional del socialismo: contribuciones recientes de la historiografía francesa

COMUNICACIONES


Lucas Poy

Vrije Universiteit. Amsterdam, Países Bajos
lucaspoy@gmail.com
ORCID: 0000-0001-9655-1808

Este texto analiza tres libros recientes dedicados a la historia del socialismo y el internacionalismo. En un momento de creciente interés por la historia global, en general, y de renovada atención por la historia del internacionalismo de izquierda, en particular, el trabajo busca familiarizar al público hispanohablante con estos importantes aportes a la historia del socialismo, algo especialmente relevante dada la notoria falta de traducciones al español en este campo de estudios. Los libros reseñados son:

• Nicolas Delalande, La Lutte et l’Entraide. L’âge des solidarités ouvrières, París, Le Seuil, 2019.

• Jean-Numa Ducange, Quand la gauche pensait la nation. Nationalités et socialismes à la Belle Époque, París, Fayard, 2021.

• Bastien Cabot, La gauche et les migrations. Une histoire de l’internationalisme (XIXe-XXIe siècle), París, Presses Universitaires de France, 2024.

Durante las décadas de 1960 y 1970, la historiografía francesa produjo una gran cantidad de trabajos fundamentales sobre la historia de la izquierda, no solo en Francia sino también a nivel internacional. Jacques Droz (1909-1998), Jean Maitron (1910–1987), Rolande Trempé (1916-2016), Madeleine Rebérioux (1920-2005), Claude Willard (1922-2017), Annie Kriegel (1926-1995), Pierre Broué (1926-2005), Michelle Perrot (1928), Georges Haupt (1928-1978): más allá de sus matices y diferencias, basta con echar un vistazo a la lista de nombres y a sus fechas de nacimiento para advertir que se trata de toda una generación de autores y autoras, muchos de ellos discípulos de Ernest Labrousse (1895-1988), que dejaron su marca en nuestro campo de estudios. Si bien diversos autores, como Gilles Candar, Patrizia Dogliani o Christophe Prochasson, son representantes de una nueva generación de discípulos de los mencionados anteriormente, la prematura muerte de Haupt en 1978 fue un anticipo –y tal vez parte de la explicación– de un cambio de ciclo.1 En un contexto políticamente mucho más adverso, desde la década de 1980 el interés por la historia del socialismo y sus vínculos transnacionales entró en un período de declive. En 2009, Dogliani trazaba un panorama pesimista, constatando el desinterés por la temática y admitiendo que ella misma había abandonado el campo de estudios en la década de 1990 (Dogliani, 2009).

Quince años después, el panorama es mucho más alentador. En el marco de una tendencia generalizada –por momentos casi una moda– a encuadrar temas y proyectos de investigación en términos de “historia global”, han cobrado fuerza los estudios sobre el internacionalismo y las organizaciones transnacionales (Chamedes, 2020; Clavin y Sluga, 2017; Geyer y Paulmann, 2001; Iriye, 2002; Laqua, 2011; Sluga, 2015). Se trata de trabajos muy diversos que abordan la historia de instituciones transnacionales muy variadas, pero es indudable que en este contexto también ha resurgido el interés por estudiar las organizaciones internacionales de la izquierda y la clase obrera (Bellucci y Weiss, 2020; Di Donato y Fulla, 2023; Louro, 2018; Mahler y Capuzzo, 2022; Studer, 2015). Otro vector que ha contribuido a esta perspectiva es la propuesta de una “historia global del trabajo” promovida por Marcel van der Linden y Jan Lucassen desde el Instituto Internacional de Historia Social de Ámsterdam, un archivo y centro de investigación que, desde su fundación en 1935, ha estado en el centro de la historiografía obrera con perspectiva internacional.2

En este marco más general, una nueva generación de historiadores franceses ha vuelto a situarse a la vanguardia de los estudios sobre el internacionalismo socialista, con diversos libros, artículos, compilaciones y proyectos aparecidos en los últimos quince años que muestran un renovado interés por el tema.3 El presente artículo analiza tres libros recientes y representativos de esta nueva historiografía con el propósito de examinar sus argumentos principales y familiarizar al público hispanohablante con estos nuevos aportes. Mientras que buena parte de la historiografía francesa sobre el socialismo producida en las décadas de 1960 y 1970 fue traducida y publicada en español,4 ninguno de los trabajos aparecidos en la última década ha recibido el mismo tratamiento. Esta situación no se limita únicamente a la historiografía en francés, sino que también afecta a la mucho más abundante producción académica aparecida en inglés, que no ha sido traducida ni publicada en español.5

Más allá de sus diferencias, los tres libros aquí reseñados tienen varios aspectos en común. En primer lugar, no se centran en una organización específica, ya sea nacional o internacional, sino que abordan problemas de la historia del socialismo con una perspectiva más amplia, tanto en términos organizativos como geográficos, aunque resulta evidente un interés particular por Europa Occidental y, en particular, por los casos alemán y francés. En segundo lugar, los libros abarcan períodos relativamente extensos, de al menos medio siglo. En tercer lugar, comparten un interés por estudiar el alcance y los límites del internacionalismo obrero, evitando una lectura simplista, ya superada definitivamente en la historiografía, que contrastaría un predominio absoluto del internacionalismo antes de 1914, seguido de una inexplicable “traición” en ese año. Tal como han señalado diversos autores en las últimas décadas (Milner, 1990; Hyslop, 1999; Callahan, 2000, 2010; Donald, 2001; Virdee, 2014; Imlay, 2017), la mayor parte de los socialistas en los años previos a la Primera Guerra Mundial no veía su internacionalismo como incompatible con afinidades más limitadas, ya fuera hacia su propia nación o hacia una clase obrera racializada y generizada que dejaba a amplios grupos fuera. Los trabajos de Delalande, Ducange y Cabot refuerzan esta perspectiva y la enriquecen con nuevos matices y enfoques.

La lucha y la ayuda mutua

La Lutte et l’Entraide. L’âge des solidarités ouvrières, de Nicolas Delalande, es un libro sobre la solidaridad obrera internacional en el período que va desde 1860 hasta 1910.6 Su originalidad es que no se centra en la historia político-institucional de las organizaciones internacionales de la etapa, ni en los debates políticos entre socialistas y anarquistas. El eje del libro, en cambio, es examinar diversas prácticas de solidaridad de la clase trabajadora a lo largo de más de medio siglo y en una variedad de contextos institucionales y políticos. Más que un libro de historia política o intelectual del socialismo, se trata de un volumen dedicado a la historia social del internacionalismo obrero.

La primera parte del libro, que cuenta con una más rica y profunda investigación con fuentes primarias, está centrada en los años de la Primera Internacional. En particular, se destaca el interés de Delalande por rastrear las prácticas materiales de la solidaridad obrera, enfocándose en la circulación de dinero como expresión concreta de la colaboración internacional. Basándose en un análisis de minutas de reuniones y balances financieros, el libro estudia cómo las organizaciones obreras recaudaban, gestionaban e intercambiaban fondos, destacando la distinción entre donaciones y préstamos sin intereses. Delalande subraya que estos últimos se ajustaban mejor al ideal de autosuficiencia de los trabajadores calificados, mostrando el peso que mantuvo, durante un largo período, el ideal proudhoniano del crédito sin interés entre productores como camino emancipatorio. Otro elemento importante eran las campañas financieras o “suscripciones” para brindar apoyo material a militantes presos y exiliados o a familias de trabajadores en huelga. Delalande también explora el impacto de la Comuna de París y sus secuelas en estas redes de solidaridad transnacional, mostrando cómo puso a prueba los fundamentos del internacionalismo. El apoyo a los refugiados de la Comuna se convirtió en el principal aspecto de las actividades de la AIT, hasta que sus recursos financieros se agotaron por completo.

Delalande sitúa estos esfuerzos internacionalistas en el contexto más amplio de cambios globales que se estaban produciendo en el último tercio del siglo XIX. Uno de sus argumentos fundamentales es que el internacionalismo obrero debe analizarse en relación directa con las transformaciones económicas y tecnológicas de la época. Así, Delalande argumenta que las prácticas de solidaridad de la Primera Internacional deben entenderse en el contexto de las necesidades de los trabajadores calificados de Europa occidental. En estos años, Londres era el principal centro del internacionalismo obrero, el punto de encuentro de numerosos exiliados políticos del continente con los militantes del movimiento obrero inglés, que contaba con organizaciones mucho más robustas que sus homólogos continentales o norteamericanos. ¿Por qué estos sindicatos ingleses, que no tenían una estrategia política revolucionaria, desarrollaron acciones de solidaridad internacional y se embarcaron en iniciativas internacionalistas como la AIT? Ante todo, señala Delalande, para contrarrestar la táctica patronal de importar rompehuelgas del continente. Dialogando con los conceptos de “internacionalismo sub-nacional” de Marcel van der Linden (1988) y con los trabajos de Ad Knotter (2014) sobre los cigarreros y sus redes transnacionales, Delalande explica que esta estrategia era viable porque se trataba de mercados de trabajo segmentados, pequeños y transnacionales, que las organizaciones de obreros calificados intentaban controlar. El libro también se centra en los límites de este internacionalismo. Señalando con razón que “la solidaridad es a la vez inclusiva y excluyente”, Delalande muestra de diversas formas cómo las mujeres, las poblaciones no europeas, los inmigrantes o los jornaleros agrícolas no eran tratados de la misma forma que los trabajadores blancos calificados.

En la segunda parte del libro, que abarca el periodo 1880-1914, Delalande se mueve a través de organizaciones y geografías. El elemento clave es la serie de cambios económicos y sociales que hicieron que ese internacionalismo de trabajadores calificados, característico de la AIT, no estuviera a la altura de los nuevos desafíos. La nueva etapa estaba marcada por un declive del predominio de los oficios y el surgimiento de nuevas formas de activismo sindical, marcadas por la participación de trabajadores no calificados en la industria pesada y el transporte. La migración masiva, por otra parte, planteaba nuevos desafíos: lo que estaba en juego ya no era el desplazamiento de pequeños grupos de trabajadores calificados convocados para romper huelgas, sino migraciones masivas de población no calificada, también de regiones no europeas. Era un mundo cada vez más globalizado e interconectado, en el que crecían simultáneamente el proteccionismo, el nacionalismo y las reacciones xenófobas. En este marco, si bien con menos detalle que en sus capítulos sobre la AIT y apoyándose más en literatura secundaria, Delalande examina el alcance y los límites de las prácticas solidarias transnacionales de los Knights of Labor y del “nuevo sindicalismo” británico, así como la emergencia de un nuevo liderazgo sindical en Alemania, mejor adaptado al nuevo periodo de acción de masas. También repasa la acción de la Segunda Internacional, de los Industrial Workers of the World y de las nuevas federaciones en sectores de masas de la industria pesada, como los mineros, los metalúrgicos y los trabajadores del transporte.

En el último tramo del libro, y de manera muy somera, Delalande traza algunas líneas de análisis sobre el derrotero del internacionalismo obrero en el período posterior a la Primera Guerra Mundial. Según el autor, aunque la promesa internacionalista flaqueó en 1914, se revitalizó tras la Gran Guerra, y la “experiencia acumulada” del periodo 1860-1914 siguió teniendo una influencia significativa en el siglo XX. Muchas cosas habían cambiado, en primer lugar por la ruptura surgida entre comunistas y socialdemócratas después de la revolución rusa, pero también por lo que llama la “desespecialización de la solidaridad obrera”. Mientras que antes de 1914 era posible distinguir con mayor claridad entre prácticas solidarias industriales y políticas, en el periodo de entreguerras las fronteras se difuminaron, dando lugar a formas más “híbridas” de solidaridad que combinaban causas humanitarias, sindicales y políticas. Delalande cierra el volumen argumentando que las campañas de solidaridad de la década de 1970 representaron “el canto del cisne del internacionalismo obrero” en medio de la crisis de la sociedad industrial y el debilitamiento de los sindicatos.

Cuando la izquierda pensaba en la nación

Quand la gauche pensait la nation. Nationalités et socialismes à la Belle Époque, de Jean-Numa Ducange, tiene como objetivo examinar los posicionamientos de la izquierda germanoparlante en torno a la cuestión de la nación en el período 1860-1920.7 Aunque su foco está puesto en la historia intelectual del socialismo, se diferencia de otros trabajos anclados en la historia del marxismo porque intenta ir más allá de un análisis de los planteos de las publicaciones teóricas, incorporando un examen de la circulación y recepción popular de las ideas y analizando los planteos hechos en folletos, actos y conmemoraciones. La hipótesis central es que, más allá de su orientación cosmopolita e internacionalista, la socialdemocracia germanoparlante nunca rechazó la idea de nación ni la pertenencia del proletariado a ella. Según Ducange, “pertenencia nacional” y reivindicación internacionalista eran vistas como complementarias antes que antitéticas, más allá de pequeñas “minorías internacionalistas radicales con relativamente poca influencia”. Su libro muestra que, en el período de aproximadamente medio siglo que va desde la consolidación del movimiento obrero hasta la década de 1920, el socialismo germanoparlante “intentó definir y encarnar una vía específica, una «vía particular» de la izquierda, una alternativa a la vía prusiana y de la pequeña Alemania, proponiendo una nación popular pero no völkisch”. La perspectiva es original e importante porque, como señala el autor, luego del nazismo, este pasado “panalemán” de la socialdemocracia de Alemania y Austria se convirtió poco menos que en anatema, y por lo tanto su historia quedó olvidada. Para poder llevar el análisis a buen puerto, Ducange pone el foco en todos los socialistas de habla alemana, es decir tanto aquellos de la región que a partir de 1871 fue el imperio alemán como los del imperio austrohúngaro.

Cuestionando a quienes, para abordar la relación entre el socialismo y la cuestión nacional, toman como punto de partida las décadas de 1880 o 1890, Ducange insiste en la necesidad de remontarse a períodos anteriores, y afirma que es errónea la imagen de un socialismo inicialmente “internacionalista” que progresivamente cedió ante una “nacionalización”. En particular, Ducange subraya la importancia que jugó la herencia de las revoluciones de 1848 con su proyecto de una “Gran Alemania”: una vasta entidad territorial que agrupara a los pueblos de habla alemana bajo un régimen democrático y republicano. Este punto de vista implicaba también la idea asimilacionista de que los pueblos eslavos del imperio austrohúngaro jugaban un rol reaccionario y que la “alemanización” y la “desnacionalización” de judíos, húngaros, checos o polacos era progresiva en un contexto de unidad democrática panalemana. Incluso después de 1871, cuando Bismarck logró la unificación y se constituyó un imperio alemán claramente separado del austrohúngaro, este horizonte panalemán no desapareció por completo de la ideología socialista: en paralelo a la reivindicación del internacionalismo, persistió así una perspectiva que ubicaba al pueblo alemán en el centro del movimiento obrero internacional. Esto no hizo más que reforzarse cuando la socialdemocracia alemana salió victoriosa de la etapa represiva de las leyes antisocialistas y, con la fundación de la Segunda Internacional y la aprobación del programa de Erfurt, se convirtió en la referencia para todo el socialismo europeo.

La apelación a 1848, por otra parte, ofrecía a la socialdemocracia un punto de apoyo para construir una propia “contrahistoria” que compitiera con los relatos históricos de la burguesía, estableciendo un vínculo con el pasado nacional sin confundirse con la narrativa del régimen. Reivindicando la lucha de clases e integrándose en el universo nacional, los socialdemócratas podían argumentar que los verdaderos defensores de la nación alemana eran aquellos que continuaban la lucha de 1848. La coincidencia de la fecha (18 de marzo) permitía además combinar esta celebración con la de la Comuna de París. Ducange analiza aquí celebraciones y actos públicos, en particular las enormes celebraciones en el cincuenta aniversario, en 1898, pero también otros episodios menos conocidos, como el rol de la socialdemocracia en la reivindicación del poeta y filósofo Friedrich von Schiller en el centenario de su muerte en 1905 o en las celebraciones del centenario del levantamiento antinapoleónico de Leipzig, en 1913. Su conclusión es que la participación en estos homenajes y esta construcción de una “contrahistoria” permitían legitimar a la socialdemocracia y presentarla como la mejor heredera de las tradiciones progresistas del pueblo alemán.

Casi un tercio del libro está dedicado a explorar diferentes caracterizaciones de la nación desarrolladas en la socialdemocracia germanoparlante entre 1880 y 1914. Ducange comienza por Kautsky, que en sintonía con la tradición asimilacionista argumentaba que el desarrollo económico capitalista iba a llevar a la creación de grupos más grandes, dificultando la supervivencia de naciones e idiomas minoritarios. Para Kautsky, en este contexto, defender especificidades nacionales y culturales era preservar algo arcaico, que iba en contra del progreso histórico. Ducange examina también una obra menos conocida, pero muy popular en la época, un “diccionario popular de palabras extranjeras” (Volksfremdwörterbuch) publicado por Wilhelm Liebknecht en 1882. El objetivo del folleto era “internacionalizar” el alemán, mostrando su carácter cosmopolita y de ese modo salir al cruce de la propaganda nacionalista. Ducange argumenta que el libro es otro ejemplo de la búsqueda socialdemócrata por compatibilizar la reivindicación de la cultura alemana con una identidad internacionalista.

Ducange se centra luego en la socialdemocracia austríaca, que desarrolló un programa de autonomía de diferentes grupos en el marco de un imperio plurinacional, y de esa manera “ponía en cuestión la tradición republicana y unitaria de 1848”. Ya en 1897, los socialistas activos en el imperio austrohúngaro habían decidido que coexistieran diferentes organizaciones nacionales bajo la supervisión de facto de los austríacos. En 1899, el congreso de Brünn/Brno le dio a ello un carácter programático, estableciendo que cada pueblo del imperio constituía un grupo autónomo, sin importar en qué territorio vivieran sus miembros, y que debía tener autoridad independiente sobre sus cuestiones nacionales. El objetivo era “establecer un «Estado federativo democrático de nacionalidades» con unidades nacionales autoadministradas, pero que en conjunto debían seguir siendo una «unión homogénea»”.

En los años inmediatamente posteriores, diferentes figuras de la socialdemocracia austríaca publicaron importantes trabajos sobre el tema. Karl Renner –que sería canciller de Austria en 1918 y en 1945– buscó disociar estado territorial y nación y sostenía que la nacionalidad, como la religión, debía basarse en la declaración individual de una persona sin asociarse con la pertenencia a un estado. Ducange aborda luego la figura de Otto Bauer, quien publicó uno de los trabajos más famosos sobre el tema en 1907 (La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia). El libro, publicado en el contexto de una creciente tensión nacionalista en el interior del imperio y bajo el impacto de la revolución rusa de 1905, era la obra de un joven militante que salía al cruce de sus mayores. Según Ducange, “mientras Kautsky seguía convencido de un proceso ineluctable de homogeneización resultante del desarrollo capitalista, Bauer hacía hincapié en el surgimiento de nuevas naciones”. Mientras Engels se refería críticamente a los “pueblos sin historia”, en particular a los eslavos, Bauer tomaba nota de su presencia y proponía una solución alternativa que los tuviera en consideración. Las naciones, para Bauer, estaban basadas en una comunidad de cultura y se encontraban en constante evolución y desarrollo, no en camino a su desaparición. Ducange admite que Bauer seguía prefiriendo grandes unidades, en sintonía con la tradición que lo precedía, pero recuerda que rechazaba la “alemanización” de las minorías. El imperio debía ser reformado pero no en el sentido de una entidad unitaria y asimilacionista, sino en una que respetara y admitiera en su seno a una realidad plurinacional.

Las ideas de Bauer generaron amplia polémica. Ducange explora una serie de críticas provenientes del ala izquierda de la socialdemocracia, subrayando su heterogeneidad. Kautsky insistió en su perspectiva asimilacionista. Rosa Luxemburg iba aún más lejos, oponiéndose a la independencia de Polonia y rechazando la idea de autodeterminación. En una línea aún más extrema, Josef Strasser, el principal crítico de Bauer en la socialdemocracia austríaca, condenaba radicalmente la idea de cualquier defensa de los intereses nacionales, que consideraba propios de la burguesía. Clara Zetkin, en cambio, entendía que la nación no había completado aún su rol histórico y defendía la idea de un “patriotismo proletario”. Ducange aborda también la obra de Stalin, que viajó a Viena para elaborar una posición sobre el tema, en respuesta a Bauer, encargado por Lenin. Los marxistas y la cuestión nacional, su libro de 1913, sostenía que para definir una nación había elementos estables (no cambiantes como decía Bauer): un idioma, una entidad económica, un territorio y una cierta “psiquis”. Esto daba lugar a dos posibilidades: la autonomía regional de naciones bien identificadas y estables, o el derecho de esas entidades a separarse, lo que implica el derecho a la autodeterminación, aunque solo en ciertas condiciones y circunstancias.

Ducange analiza luego a quienes criticaron a Bauer desde el ala derecha del movimiento socialista. El análisis es interesante y original, ya que se trata de trabajos menos conocidos que los del sector internacionalista. Para Ducange, la existencia misma de estas discusiones revela que son insostenibles “el mito de una izquierda y un socialismo impermeables a todo nacionalismo” o la imagen del socialismo austríaco como un bloque homogéneo que defendía los derechos de las minorías y un estado plurinacional. Ducange analiza las ideas de Georg von
Vollmar, uno de los referentes de la derecha del SPD desde la década de 1890, y del austríaco Engelbert Pernerstorfer, fundador de la revista Deutsche Worte, para centrarse luego en Sozialistische Monatshefte, una publicación muy leída que se convirtió en un “laboratorio del reformismo a escala internacional”. El autor muestra que esta revista, además del principal foro de los planteos revisionistas, se convirtió también “en la publicación de referencia para un planteo abiertamente pro Gran Alemania”, destacándose lo elaborado por autores Karl Leuthner y Richard Calwer. Sozialistische Monatshefte, además, promovió activamente las ideas sionistas, que rechazaban la perspectiva asimilacionista de Kautsky, y reivindicaban la colonización de Palestina como parte de la “misión civilizadora” de Occidente.

En la década de 1900, la discusión socialista sobre la cuestión nacional se amplió considerablemente con la entrada en escena de los pueblos no europeos. Apoyándose en el trabajo de Kevin Anderson (2010), Ducange subraya cómo, hacia el final de sus vidas, y en el contexto de la derrota de la Comuna y el fin de la AIT, Marx y Engels habían mostrado interés por los pueblos no europeos y por las posibles vías que allí se abrían para el socialismo, desarrollando una “teoría multilineal de la historia”. Ducange quiere poner en cuestión la imagen de una socialdemocracia posterior a Marx puramente “orientalista” y eurocéntrica, pero no puede dejar de señalar que, antes de 1900, la gran mayoría de los socialistas europeos no tenía dudas de que el futuro estaba en Europa occidental y que muy pocos compartieron las intuiciones del último Marx. Un sector incluso era abiertamente defensor del colonialismo, extendiendo así la perspectiva “asimilacionista” de los “pequeños pueblos” de Europa hacia otros continentes. El gran punto de inflexión, en su opinión, fue la revolución rusa de 1905: la revolución llegaba ahora del este, de los pueblos eslavos, de ese lugar que era visto como sede de la reacción. Las revoluciones y levantamientos en Irán en 1906, en Turquía en 1908, en China en 1911, no hicieron más que profundizar esta tendencia. Pero esto no significó que la socialdemocracia europea cambiara radicalmente de posición: Ducange muestra que, incluso aceptando una visión crítica de ellos, muchos socialistas no consideraban progresiva la destrucción de los grandes imperios.

Al igual que Delalande, en la parte final del libro Ducange extiende el marco cronológico más allá de 1914, pero de un modo sumario. Para muchos socialistas alemanes y austríacos, la guerra ofreció una nueva oportunidad para el proyecto panalemán: los pueblos de habla alemana eran ahora el bastión de la civilización contra el barbarismo ruso. Ducange explora, además, las experiencias poco conocidas de algunos socialistas que desertaron del campo internacionalista para volcarse al nacionalismo, en particular la publicación Die Glocke y los planteos de Heinrich Cunow y otros. La victoria de los imperios centrales era vista aquí como un avance de la tradición revolucionaria e internacionalista porque implicaba el triunfo de la socialdemocracia más avanzada. El escenario de la posguerra, con el colapso de los imperios y la proclamación de las repúblicas en Austria y en Alemania, es examinado de manera muy breve, señalando la intención, eventualmente infructuosa, de la socialdemocracia austríaca por una suerte de “Anschluss socialista”.

La izquierda y las migraciones

A diferencia de los trabajos de Delalande y Ducange, que son monografías apoyadas en una investigación con fuentes primarias, La gauche et les migrations. Une histoire de l’internationalisme (XIXe-XXIe siècle), de Bastien Cabot, es una obra de síntesis, con una perspectiva temporal extensa que va desde la revolución francesa hasta la actualidad.8 Comparte no obstante con los otros dos libros la inquietud por explorar el alcance y los límites del internacionalismo obrero. En particular, la obra de Cabot explora de qué manera las migraciones “pusieron a prueba” la proclamada solidaridad transnacional. El mérito del libro –basado en literatura secundaria, sobre todo en inglés y en francés, y que prioriza algunos espacios geográficos por sobre otros– es ofrecer un vistazo de conjunto a la larga y complicada historia de estas tensiones.

El punto de partida de Cabot es la revolución francesa, a la que dedica el capítulo introductorio. La revolución introdujo la idea de que la pertenencia a la nación dependía de la adhesión al proyecto revolucionario: los revolucionarios eran bienvenidos, sin importar su lugar de origen, y los contrarrevolucionarios eran enemigos, fuera cual fuera su procedencia. Cabot muestra que, entre las primeras medidas de la revolución, hubo disposiciones para establecer igualdad jurídica entre nacionales y extranjeros y simplificar la naturalización. Este “cosmopolitismo patriota” fue dando paso, sin embargo, a una postura más restrictiva, marcada por un “patriotismo nacionalista”, con controles más estrictos de la inmigración y esfuerzos para, en el contexto de la guerra, identificar a posibles contrarrevolucionarios o agentes del enemigo.

La restauración y el cierre del ciclo revolucionario abrieron una etapa en la cual la relación entre izquierdas y migración estuvo marcada por la experiencia del exilio, que se convirtió en una “institución política”. Cabot examina lo que llama “la era de las sociedades de refugiados” y argumenta que este tipo de asociaciones proporcionó un espacio para que los desplazados mantuvieran sus identidades políticas y continuaran con su activismo. Haciendo un recorrido por múltiples experiencias de exilio en la Europa de la primera mitad del siglo XIX, sostiene que París, Londres, Zúrich, Ginebra, Bruselas se convirtieron en “capitales de asilo” donde convivían “exiliados políticos, artesanos inmigrantes y militantes socialistas” y se gestaban “las primeras formas de internacionalismo” (p. 56). En un clima de “igualdad cosmopolita” típica de la época revolucionaria, se fue forjando allí una “cultura política democrática transnacional”. A partir de la década de 1840 se abrió una nueva etapa, marcada por una creciente confluencia de los exiliados con el naciente movimiento obrero, en la cual se reforzó cada vez más “la dimensión proletaria del internacionalismo socialista”. El foco del análisis se mueve a Londres: Cabot examina el “encuentro entre cartismo y cosmopolitismo” así como la breve experiencia de los Fraternal Democrats (1845-1847), y explica que la derrota de la “primavera de los pueblos” de 1848 creó una nueva y aún más masiva ola de refugiados. La Primera Internacional, en su opinión, implicó un cambio cualitativo: ya no se trataba de una sociedad internacional de refugiados sino de una “auténtica organización obrera transnacional que proclama la revolución social internacional” (p. 56). La Comuna de París fue otro “paréntesis cosmopolita”, pero su derrota y la represión que le siguió abrieron un nuevo período de exilio: en su análisis de las décadas de 1870 y 1880 Cabot se enfoca en la dinámica transnacional de los refugiados anarquistas, examinando sobre todo lo ocurrido en Londres, “capital mundial del anarquismo”, y en menor medida en Estados Unidos y América Latina, en lo que constituye el único punto del libro que menciona a la región.

Si en la primera parte del libro las migraciones son exploradas sobre todo como un vector de desarrollo para la izquierda –a través de la acción cosmopolita de refugiados y exiliados–, Cabot aborda luego el modo en que fueron vistas como una amenaza. En efecto, refiriéndose a lo que llama la “paradoja internacionalista”, muestra cómo desde etapas muy tempranas de su desarrollo el movimiento obrero y las izquierdas mostaron una actitud recelosa o abiertamente hostil ante las migraciones obreras, vistas como una herramienta de los capitalistas para agudizar la competencia en el mercado de trabajo y socavar así la organización obrera. Con el objetivo de analizar cuáles fueron las respuestas de la izquierda ante este desafío, Cabot distingue tres etapas, que en parte se superponen. En la primera, que va aproximadamente de 1840 a 1890, primaron “estrategias de solidaridad translocal” parcialmente estimuladas por la Primera Internacional. En una lectura que sigue estrechamente los aportes de Delalande, analizados más arriba, Cabot caracteriza que lo que se buscaba era construir un “closed shop” internacional, cuyo objetivo era intentar regular la migración “desde abajo” para evitar la competencia. El punto central, clave también para Delalande, es que este “closed shop” solo era posible en mercados de trabajo segmentados de trabajadores calificados. Esto cambió sustancialmente con la masificación de las migraciones en las últimas dos décadas del siglo XIX. Haciendo una breve referencia a las campañas antiasiáticas en Estados Unidos, Cabot se concentra sobre todo en el caso francés y en menor medida en Inglaterra, argumentando que en estos años un sector del movimiento obrero y del socialismo le asignó la tarea de regular la inmigración al estado, y ya no a iniciativas “por abajo”. Esto implicó, en ocasiones, adoptar una “retórica nacionalista que acompaña y justifica estas medidas” (p. 116). Según Cabot, entre 1890 y 1910 es posible advertir una tercera etapa, en la cual la recuperación económica y un nuevo activismo sindical llevaron a reconsiderar estos planteos proteccionistas. Aquí, Cabot repasa brevemente los debates de la Segunda Internacional y los planteos del nuevo sindicalismo de industria, más abierto a integrar a los inmigrantes que el viejo sindicalismo de oficio.

El período entre las dos guerras mundiales estuvo marcado por un nuevo auge de migrantes y refugiados. El análisis que Cabot dedica a este período tiene una primera parte sobre la URSS y luego se concentra casi completamente en el caso francés. En la Rusia posrevolucionaria, la emigración adquirió características masivas y se procesó de manera relativamente pacífica en los primeros años, hasta que en 1921 el régimen soviético sancionó una legislación estricta que quitaba la ciudadanía a los rusos exiliados, convirtiéndolos en apátridas, y endurecía las condiciones para salir del país. Cabot explica que los bolcheviques además buscaron organizar a los extranjeros simpatizantes de la revolución en grupos especiales por nacionalidad dentro del partido. Su conclusión es que la URSS repitió en cierta medida la experiencia de 1792-1793 –un momento revolucionario en el cual la pertenencia al estado dependía de la simpatía por la revolución antes que del lugar de origen– pero en última instancia no innovó demasiado respecto a políticas migratorias. En efecto, las restricciones soviéticas a la emigración en 1921-1922 y luego a la inmigración en 1926-1927 seguían una tendencia común a otros regímenes en la época, caracterizada por la estricta implementación de una política de “cuotas” que limitó seriamente la inmigración en los Estados Unidos.

Luego Cabot se centra en el rol que jugó la política de los partidos comunistas, fuera de la URSS, en relación con el tema migratorio. Un primer aspecto importante es el llamado de la Internacional Comunista al levantamiento de los pueblos coloniales, que implicó una superación revolucionaria de los planteos eurocéntricos y a menudo abiertamente racistas de la vieja socialdemocracia. En países como Australia o Estados Unidos, el comunismo llamó a la acción unificada de trabajadores de diferentes orígenes nacionales y étnicos, rompiendo así con la segregación, no sin tensiones con la clase obrera blanca. El autor se enfoca luego largamente en el caso francés, mostrando cómo el Partido Comunista se dio una política de organización de los inmigrantes en grupos de lengua extranjera bajo el control directo del partido. Su conclusión es que el comunismo actuó así como una fuerza de integración de los inmigrantes en la clase obrera del país de acogida.

El último capítulo está dedicado a la segunda posguerra. La Guerra Fría es por supuesto uno de los clivajes fundamentales: Cabot muestra cómo la Convención de Ginebra sobre los refugiados, de 1951, reflejaba el intento del bloque occidental de perfilarse como garante de las libertades individuales de los refugiados del bloque soviético. Los países comunistas, en tanto, también implementaron mecanismos para incorporar refugiados, por ejemplo de Grecia o de Corea, y atrajeron migrantes de países recientemente independientes en Asia y África, tanto para formarse en carreras universitarias como para emplearse en la industria manufacturera. El segundo clivaje es el proceso de descolonización: Cabot examina el caso del Reino Unido, en particular, que experimentó una inmigración a gran escala procedente de sus antiguas colonias de la Commonwealth. Por último, el autor examina cómo la migración se vinculó cada vez más a las necesidades de mano de obra en los países más ricos de Europa Occidental durante el auge económico de la posguerra, lo que dio lugar a una afluencia de trabajadores extranjeros procedentes de Italia, España, Portugal y el norte de África. En términos de la política desplegada por el movimiento obrero y la izquierda en este nuevo escenario –el análisis se limita aquí a un par de países de Europa occidental– Cabot explica que las fuerzas obreras reformistas que jugaban un papel gubernamental promovieron acuerdos bilaterales para la llegada de inmigrantes que establecen una cantidad de derechos, mientras que los propios trabajadores inmigrantes empezaron a organizarse y a participar en luchas obreras, muchas veces en contra de la política de los sindicatos tradicionales.

Hacia la década de 1980, sostiene el autor, comenzó a quedar en evidencia un escenario de “declive del movimiento obrero y autonomización de las luchas”. El ascenso del neoliberalismo y las derrotas sufridas por la clase obrera trajeron como consecuencia una “desarticulación y autonomización” de los tres principales elementos que habían caracterizado al internacionalismo obrero desde el siglo XIX: la defensa de los exiliados, la organización de los trabajadores inmigrantes y la lucha contra la discriminación racial. En este nuevo escenario, que en buena medida sigue vigente en la actualidad, al menos en Europa occidental, son grupos defensores de los inmigrantes irregulares los que desarrollan una lucha “humanitaria” y grupos antirracistas los que luchan contra el racismo, mientras los sindicatos priorizan la defensa del estado de bienestar frente a la inmigración y la amenaza del “dumping” sobre sus salarios y condiciones. En la conclusión, Cabot subraya que desde la década de 1990 el “socialismo mundial” parece haber aceptado una línea que implica la admisión del principio de la limitación de la inmigración regular, un control estricto de la irregular, y la aceptación de la distinción entre “refugiados” e “inmigrantes”. La consecuencia es que, en las últimas décadas, “las diferencias entre la izquierda y la derecha a la hora de administrar la migración son sólo mínimas” (p. 338).

Conclusión

Los tres libros aquí examinados trazan conexiones con el presente. De un modo u otro, los tres autores hacen referencia a un contexto político caracterizado por el ascenso de movimientos nacionalistas, la generalización de la xenofobia hacia los inmigrantes y el avance de fuerzas políticas de extrema derecha, en el cual la izquierda parece encontrarse a la defensiva e “incómoda” ante cuestiones como la nación o la inmigración. En épocas de globalización, el internacionalismo y la solidaridad de las clases trabajadoras se encuentran en dificultades. Se trata de una crisis fundamentalmente política que, como señala Cabot, tiene como punto de partida una serie de derrotas sufridas por el movimiento obrero en las últimas décadas, y que por lo tanto debe ser resuelta políticamente. Pero los análisis históricos pueden ayudar a poner estas crisis en perspectiva, por ejemplo advirtiendo que el internacionalismo socialista nunca estuvo exento de tensiones y que siempre es fundamental examinar con atención los diferentes contextos históricos, a escala global pero también local, para comprender los planteos de las izquierdas sobre estas cuestiones. Como señala Ducange en su obra, la construcción de determinadas narrativas sobre el pasado siempre formó parte del repertorio de herramientas de movilización de las izquierdas.

En un terreno más específicamente académico, los tres libros muestran una promisoria revitalización en el estudio del internacionalismo y del socialismo, que abreva en algunas de las más interesantes sugerencias de la historiografía de la segunda posguerra –en particular de Georges Haupt– y al mismo tiempo dialoga con tendencias analíticas recientes que ponen el foco en la “historia global”. Como ocurrió también en otros períodos, la historiografía francesa está jugando un rol muy dinámico en esta revitalización y es promisorio ver que se trata de una generación joven que todavía tiene muchos años de actividad por delante. Las conclusiones de estos trabajos, por otra parte, muestran convergencias significativas con líneas de investigación desarrolladas en la historiografía sobre el socialismo en Argentina. Se observa así cómo la historiografía del sur global incorpora y discute lo producido en Europa mucho más de lo que la historiografía europea incorpora los análisis y estudios de caso del sur global. La producción historiográfica de Estados Unidos y Europa occidental, en efecto, sigue usando con demasiada facilidad el término “global” para análisis que, más allá de sus intenciones comparativas y transnacionales, se enfocan casi exclusivamente en los países noratlánticos: los tres libros examinados aquí desenvuelven una perspectiva crítica y amplían el horizonte, pero no escapan completamente a estos problemas. La construcción de una historia verdaderamente global del socialismo es una tarea colectiva que, por definición, debe ser también no eurocéntrica.

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1. Para una caracterización de la obra de Haupt en el marco de esta generación de historiadores, ver Camarero (2013). Sobre Pierre Broué, ver Rojo (2014).

2. Los principales resultados de esta línea de trabajo son Van der Linden (2008, 2019) y Lucassen (2021), pero vale también recordar las iniciativas tomadas por el IISH para estudiar el internacionalismo obrero en la década de 1980: Van Holthoon y Van der Linden (1988).

3. Además de los tres trabajos reseñados en este artículo, ver, entre otros: Ducange (2012, 2017, 2024), Jousse (2017), Alayrac (2018), Marcobelli (2019), Ducange et al. (2021). La revista Cahiers Jaurès, con numerosos dossiers y artículos sobre el internacionalismo socialista, juega un papel importante en esta revitalización historiográfica. Otro ejemplo es el proyecto Eurosoc, impulsado por Ducange: https://eurosoc.hypotheses.org/.

4. Algunos ejemplos son Kriegel (1968), Broué (1974, 1977), Droz (1976), Haupt et al. (1980), Haupt (1986). Esto sin olvidar las importantes compilaciones de fuentes sobre la Segunda Internacional que fueron publicadas en español en los cuadernos de Pasado y Presente, incluso antes que en inglés o francés, traducidas directamente del alemán: Bernstein et al. (1978), Calwer et al. (1978).

5. Solo por mencionar una selección arbitraria de obras muy relevantes publicadas en los últimos años: Lih (2006), Day y Gaido (2009, 2012), Callahan (2010), Tosstorff (2016), Blum y Smaldone (2017), Imlay (2017), Pons et al. (2017), Bensimon et al. (2018), Riddell et al. (2019), Blanc (2021), Taber (2021), Harper (2021), Van der Linden (2023). A fines de 2024, la serie Historical Materialism de Brill llevaba publicados más de 340 títulos sobre historia del marxismo y el socialismo y apenas un puñado han sido publicados en español.

6. Nicolas Delalande es profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París, más conocido como Sciences Po. Este es su único trabajo dedicado específicamente a la historia del socialismo y el movimiento obrero. Antes publicó un libro sobre la historia del consentimiento y la resistencia a los impuestos, que es una versión revisada de su tesis doctoral de 2009 (Delalande, 2014). Luego de publicar La Lutte et l’Entraide encaró un nuevo proyecto acerca de la historia de la deuda pública.

7. Ducange es profesor en la Universidad de Rouen Normandie. Al igual que en el caso de Delalande, este libro es producto de su “habilitation”. Su tesis de doctorado, defendida en 2009, fue sobre las elaboraciones de la socialdemocracia alemana y austríaca acerca de la revolución francesa (Ducange, 2012, 2019). Además de estos dos libros, Ducange ha publicado una biografía de Guesde (Ducange, 2017, 2020) y otra de Jaurès (Ducange, 2024), entre otros importantes trabajos. Es uno de los coordinadores de la reciente Histoire global des socialismes (Ducange et al., 2021).

8. Cabot, actualmente investigador posdoctoral en Sciences Po, es más joven que Delalande y Ducange. Su investigación doctoral se enfocó en los trabajadores de las minas de Pas-de-Calais, en el norte de Francia, acerca de cuyas campañas de rechazo a la inmigración belga escribió un libro reciente (Cabot, 2022).